A lo largo de su vida, un tiburón puede producir más de 30 000 dientes. Marcelo Cidrack / Unsplash., CC BY

Si hay un rasgo que refleja con claridad la enorme creatividad de la evolución en el mar, es la boca.

En los océanos y aguas dulces del planeta, los dientes han adoptado las formas más insospechadas: algunos animales carecen por completo de ellos, mientras que otros producen decenas de miles a lo largo de su vida. En el medio acuático, donde la comida puede escapar, flotar o resistirse, la boca se convierte en un laboratorio evolutivo: los dientes son herramientas, armas y, en muchos casos, auténticas piezas de ingeniería biológica.

Útiles “raspadores”

Lampetra fluviatilis o lamprea, un pez ‘sin mandíbulas’. Wikimedia Commons., CC BY

La historia comienza con los vertebrados más primitivos, los agnatos, un grupo sin mandíbulas que incluye a las lampreas. Estos animales, que recuerdan a una mezcla de anguila y vampiro, no poseen dientes verdaderos, sino un disco oral cubierto de estructuras córneas en forma de pequeños ganchos o raspas. Con ellos, se adhieren a otros peces y se alimentan de su sangre o de los fluidos de sus tejidos.

Aunque su aspecto es inquietante, sus “dientes” no son dientes en sentido estricto. Están formados por queratina, como nuestras uñas o el pelo, y no por esmalte. Son un invento distinto de la naturaleza para resolver el mismo problema: cómo agarrar y desgarrar.

Durante siglos, los zoólogos intentaron clasificar las especies de lamprea por la forma y número de estos “raspadores”. Sin embargo, estudios genéticos recientes han demostrado que esa clasificación era engañosa: especies que parecían diferentes resultaron ser genéticamente iguales, y viceversa.

Tiburones: fábricas dentales

Si las lampreas representan el origen más humilde de la dentición, los tiburones encarnan el extremo opuesto. En ellos, la naturaleza se desató. Estos peces cartilaginosos, que llevan dominando los mares desde antes de los dinosaurios, han convertido su dentadura en una fábrica perpetua de dientes.

Un gran tiburón blanco puede tener entre 120 y 130 dientes funcionales, organizados en varias hileras. Cada vez que uno se cae, algo que puede ocurrir al atrapar presas, otro ya está listo para reemplazarlo. A lo largo de su vida, un tiburón puede producir más de 30 000 dientes. Algunos incluso almacenan varios miles a la vez en una especie de cinta transportadora viva que garantiza que nunca les falte filo.

Tiburón tigre fotografiado en Las Bahamas. Wikimedia Commons., CC BY

El tiburón tigre (Galeocerdo cuvier) lleva la variación a otro nivel. A medida que crece, cambia el diseño de sus dientes: los jóvenes tienen piezas estrechas, perfectas para atrapar peces, mientras que los adultos desarrollan cuchillas afiladas, capaces de desgarrar tortugas o mamíferos marinos. Este fenómeno, conocido como cambio ontogenético, muestra cómo la dentición refleja las necesidades del animal en cada etapa de su vida.

Detrás de esta maquinaria de recambio hay un secreto celular: en la lámina dental del tiburón existen poblaciones de células madre que regeneran continuamente los dientes.

Curiosamente, las mismas bases moleculares que controlan este proceso se parecen a las que intervienen en el desarrollo dental humano. Estudiar a los tiburones, por tanto, no solo nos dice cómo cazan, sino también cómo podrían, algún día, regenerarse los dientes en medicina humana.

Peces óseos: los más curiosos

En los peces óseos o teleósteos la diversidad es aún mayor. Este grupo, que incluye desde caballitos de mar hasta meros y salmones, ha experimentado con todas las posibles soluciones dentales.

Dibujos de teleósteos realizados por Francis de Laporte de Castelnau en su expedición desde Rio de Janeiro a Lima, 1856. Francis de Laporte de Castelnau.

Algunos, como el tambor de agua dulce (Aplodinotus grunniens), poseen más de mil diminutos dientes faríngeos situados en el fondo de la garganta, donde trituran moluscos y crustáceos. Otros, como el sargo (Archosargus probatocephalus), sorprenden por su dentición casi “humana”: incisivos al frente, molares detrás y una disposición perfectamente adaptada para romper conchas o triturar algas.

Pero no todos poseen dientes. Muchas especies carecen de ellos y se alimentan por succión, como los caballitos de mar, o mediante estructuras de filtrado situadas en las branquias.

Y, en el extremo de la rareza, algunos teleósteos los desarrollan fuera de la boca: en la piel, en las aletas o incluso en los opérculos. Estos “dientes externos”, llamados odontoides, se sitúan en la frontera entre escamas y los dientes y nos dan pistas sobre cómo los primeros vertebrados transformaron escudos dérmicos en auténticos trituradores hace cientos de millones de años.

Un ejemplo de pez con dientes externos es el pez rata manchado Hydrolagus colliei, que posee un apéndice en la frente cubierto de dientes que utiliza para la reproducción. Wikimedia Commons., CC BY

Ballenas, cuestión de barbas

Los mamíferos marinos siguieron un camino evolutivo completamente diferente. Aunque la forma de su cuerpo sea similar, todos sabemos que las ballenas y los delfines son mamíferos que descienden de antepasados terrestres.

Entre ellos, encontramos dos estrategias opuestas. Los odontocetos, el grupo de los delfines, cachalotes y marsopas, conservan los dientes, aunque con una sorprendente variedad de formas.

El narval solo tiene una función, que se alarga y retuerce hasta formar su famoso colmillo, mientras que algunos delfines pueden superar los 160 dientes. El cachalote, en cambio, los concentra todos en la mandíbula inferior: de 36 a 50 piezas cónicas que encajan en los huecos del maxilar superior.

Ballena jorobada, en el santuario marino Stellwagen Bank, océano Atlántico. Wikimedia Commons., CC BY

En el otro extremo, están los misticetos o ballenas barbadas. Durante su desarrollo embrionario, forman dientes que nunca llegan a salir. En su lugar, la naturaleza inventó una solución nueva: las barbas, unas láminas de queratina dispuestas como un peine que les permiten filtrar toneladas de krill y plancton. Este cambio –de morder a filtrar– es uno de los saltos evolutivos más radicales del reino animal.

Una ventana a la evolución

Más allá de la mera curiosidad, estudiar la diversidad dental nos revela cómo la evolución resuelve un mismo problema de distintas maneras. Los dientes son una huella de la dieta, del comportamiento y del entorno de cada especie.

Diente rostral de un pez sierra extinto, Onchorpristis numidus, con 80 millones de años de antigüedad. Wikimedia Commons., CC BY

En los tiburones, la sustitución continua refleja un equilibrio entre fuerza y fragilidad: las presas resbalan, los dientes se rompen, pero siempre hay repuestos. En las ballenas barbadas, la pérdida total de dientes simboliza la transición a una nueva forma de alimentarse. Y en los peces óseos, la variedad extrema muestra cómo una mandíbula puede convertirse en un laboratorio evolutivo de adaptaciones infinitas.

Incluso la forma microscópica del esmalte o la disposición de los dientes en el cráneo puede revelar estrategias ecológicas: peces con dientes puntiagudos suelen ser cazadores de presas móviles, mientras que los de dientes planos y fuertes son trituradores de conchas o raspadores de algas.

En cada diente, se esconde una historia de millones de años. Desde la lamprea que se aferra como un vampiro en la oscuridad de un río, hasta el delfín que atrapa peces con precisión milimétrica o la ballena que filtra océanos enteros, todas ellas muestran que la evolución, cuando se trata de bocas, nunca deja de sonreír.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Antonio Figueras Huerta no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.