La recogieron en la oscuridad, en un punto sin nombre de la costa venezolana, donde el mar golpeaba con fuerza y el viento hacía difícil distinguir los rostros. La lancha esperaba sin luces, apenas una sombra sobre el agua turbulenta que se movía como si quisiera tragarla. María Corina Machado llegó con dos escoltas del equipo terrestre. Estaba cubierta con una capucha que la protegía más del reconocimiento que del frío. El operativo venía corriendo desde hacía horas, con rutas cortas por caminos secundarios y pausas que buscaban confundir a quienes la perseguían. Al verla acercarse, los hombres en la embarcación hicieron señas breves, casi automáticas, que indicaban que debía subir rápido. No había tiempo para medir nada: solo para avanzar.

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