Diciembre en Lima siempre huele a contradicción, panetón y mango, calor y villancicos, nostalgia importada y celebración aprendida. Este año, además, huele a hallaca. Pero no a la hallaca congelada en la memoria del migrante sino a una versión nueva, mestiza, atrevida, la hallaca peruano-venezolana de Mi Hallaca Lima.
La hallaca —ese objeto comestible que los venezolanos defendemos como si fuera un documento de identidad— llega a Lima y decide dialogar. No pide permiso, conversa con el ají panca, con el comino, con la parrilla callejera, con el anticucho que humea en las esquinas. Y en ese diálogo ocurre algo interesante, la tradición deja de ser reliquia y se vuelve herramienta.
Migraflix, organización que desde hace años entiende la gastronomía como un vehículo de integración real —no

Caretas

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