La historia de Alba no empieza con un puñetazo.

Empieza con una carcajada.

Una de esas que suenan fuerte y libre, que llenan una plaza o un pasillo sin pedir permiso.

A él le encantaba, decía, al principio. Le parecía “auténtica”.

“Qué risa tienes, joder, contagias el mundo entero.”

Luego empezó a decirle que bajara un poco la voz en público. Que no hacía falta reírse tanto, que parecía una niña.

Que no era para tanto.

La historia de Alba siguió con un vestido.

Uno azul, con flores grandes, de esos que le gustaban para el verano.

A él no le gustó.

No se lo prohibió, claro. Solo dijo que no sabía que saldría así vestida.

Y la miró de arriba abajo, como si hubiera hecho algo sucio.

Después fue el móvil.

No lo cogía a la primera y él se enfadaba.

“Me preocupo por ti”, le decía.

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