Cuando el sol se esconde temprano y las sombras se estiran como dedos de invierno sobre el hemisferio norte, el mundo católico enciende una vela por Santa Lucía, la virgen mártir cuyo nombre –del latín lux, luz– ilumina no solo altares, sino tradiciones ancestrales que desafían la oscuridad. Antes de que Gregorio XIII reformara el calendario en 1582, esta fiesta coincidía con el solsticio de invierno, ese día más corto del año que las culturas antiguas celebraban con frenesí pagano: las saturnales romanas con sus banquetes desenfrenados, el Yule germánico con hogueras que ahuyentaban espíritus malignos.

Lucía, patrona de la vista y de la esperanza primaveral, se entreteje con la Navidad, venida de la Luz divina encarnada en Belén. En un mundo de bombillas LED y consumismo efímero, su dev

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