Cuando los funcionarios derrochan recursos públicos para pagarse lujos actúan en la delgada frontera entre indecencia y corrupción, entre una falta moral socialmente repudiable y el delito de privatizar indebidamente un bien que pertenece a todos. Pero es mucho más fácil demostrar la apropiación de un bien tangible (dinero, bienes muebles o inmuebles) que el gasto en frivolidades justificadas por “necesidades del cargo”.
El ejemplo más claro es el del avión presidencial que Felipe Calderón adquirió, con cargo al erario, para su sucesor: un palacete volante de más de 200 millones de dólares cuya capacidad de entre 200 y 300 asientos fue reducida a sólo 80 a fin de hacer espacio para un despacho privado, una sala de juntas y una habitación (de gusto muy motelero, por cierto) con cama king