Durante décadas, hemos construido un relato emocional y reconfortante en torno a la convivencia entre humanos y animales domésticos, y no es difícil entender por qué. En una sociedad cada vez más acelerada, la compañía de un perro o de un gato parece ofrecer una cura accesible y no farmacológica para el estrés, la tristeza o la ansiedad. En la conversación popular, el ‘efecto mascota’, ese supuesto beneficio universal y automático de tener un animal en casa, se ha consolidado como una verdad de la que no se duda. Adoptar a un perro nos hace más felices, menos solos, más humanos.

Sin embargo, ese discurso hegemónico tiene una cara menos amable que pocas veces se aborda, y es el riesgo de convertir a los animales en herramientas emocionales. A fuerza de celebrar sus beneficios terapéuticos,

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