Hubo un tiempo –no tan lejano como creemos– en que las democracias occidentales eran como un triciclo. Podían chirriar, torcer un eje, romper la cadena, pero se mantenían en pie incluso cuando nadie pedaleaba. Había fe en el sistema. Las instituciones parecían bastiones que sobrevivían a las crisis y a los gobiernos, con consensos básicos que no necesitaban combustible diario para sostener la marcha, el equilibrio.

Ese tiempo se acabó. Hoy nuestras democracias se parecen más a una bicicleta nerviosa y frágil, que solo conserva el equilibrio si se pedalea sin descanso. Basta frenar un segundo para sentir el tambaleo. Las encuestas lo dicen sin anestesia: los jóvenes ya no creen que la democracia garantice prosperidad ni futuro. Y por eso, la política responde al vértigo con vértigo: discur

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