Cada vez que Raúl Panguilef sube al ring, lo hace con hambre, con determinación. Se mueve rápido, certero, implacable. La mirada fija. Su cuerpo tiene cicatrices y tiene memoria, sabe muy bien lo que significa el todo nada. Lo aprendió en las calles neuquinas desde muy pibe, caminando en alpargatas al filo del cordón, masticando soledad mientras extrañaba Picún Leufú y la tibieza de la infancia.

A los 15 años, estaba al margen de casi todo, limpiaba parabrisas y se juntaba con la banda en la esquina o en la plaza, a pelear a manos peladas. Un día, alguien preguntó: “¿Che, dónde se pelea con casquitos?”. Entonces averiguaron y cayeron en mandada al gimnasio del “Buque”, donde Panqui, como le dicen los que lo quieren, encontró una forma de anudarse a la vida, porque sabía que se aguantaba l

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