Anagrama dedica una nueva colección a rescatar documentos inéditos del archivo de la editorial barcelonesa, con una primera entrega protagonizada por Jorge Herralde y Hans Magnus Enzensberger
La escritora con la que Coetzee descubrió la literatura sudafricana y cuya obra inconclusa se atrevió a terminar
El pasado 20 de marzo, Jorge Herralde (Barcelona, 1935) cumplió 90 años. De estos, más de la mitad los ha dedicado a su editorial, Anagrama, fundada en 1969 y dirigida por él hasta 2017, cuando delegó en Silvia Sesé, aunque es vox populi que ni siquiera jubilado se desentendió del todo. Volcó su existencia en un proyecto que iba mucho más allá de la publicación de libros: descubrió nuevas voces, trabajó para fortalecerlas y se atrevió a editar títulos que despertaran el apetito intelectual de una población que quería romper con el adormecimiento cultural de la dictadura. Avivó el diálogo, enriqueció la vida de muchos lectores; y estos, a su vez, hicieron de Anagrama la editorial de su vida.
Con el fin de documentar aquella huella inconmensurable, la editorial inauguró a finales de 2024 una colección llamada Fundación Feltrinelli Anagrama Archivo Herralde, que “tiene como propósito hacer públicos documentos y cartas que constituyen la memoria histórica de Anagrama”. El primer libro, Correspondencia 1971-2005, reúne las misivas que el editor intercambió con el pensador alemán Hans Magnus Enzensberger (Baviera, 1929- Múnich, 2022), prolífico y versátil escritor conocido sobre todo por sus agudos ensayos sociopolíticos, con títulos tan importantes como El corto verano de la anarquía (1972), Conversaciones con Marx y Engels (1974), El hundimiento del Titanic (1978), El perdedor radical (2006) o En el laberinto de la inteligencia (2006), entre otros.
Las cartas documentan la relación entre ambos, pero también la evolución (fulgurante, si bien no exenta de obstáculos) de la editorial y del tejido cultural de un país en pleno proceso de transformación. Son, en palabras de Silvia Sesé, “lo que el lector no ve”, es decir, “las negociaciones, los trabajos con el texto o con la promoción”. Se reproducen tal como se escribieron, con las incorrecciones lingüísticas del alemán (un políglota, por lo demás, admirable) e incluyendo breves acuses de recibo e invitaciones. Hay también algunos mensajes de agencias literarias y medios de comunicación con los que trataron en determinados momentos, y que redondean esta radiografía del ecosistema editorial.
Su historia comenzó en 1971, cuando Anagrama compró los derechos de autor de unos libros que en principio iban a ser publicados en castellano por otro sello, pero se estaban retrasando sine die. Por esas fechas, Herralde ya barruntaba la posibilidad de organizar un premio de ensayo, para el que contó con Enzensberger como miembro del jurado en muchas ocasiones (con los trámites analógicos pertinentes: enviarle las copias en papel de los finalistas). Sobre este premio, el primero que puso en marcha –la primera edición recayó en el filósofo Xavier Rubert de Ventós con La estética y sus herejías, en 1973–, es subrayable cómo sirvió para descubrir a numerosos pensadores, por aquel entonces unas jóvenes promesas, muchos de ellos de la llamada Escuela de Barcelona, que con el tiempo se convirtieron en referentes ineludibles, como Eugeni Trias, Jordi Llovet, Fernando Savater o Carme Riera, entre otros.
La importancia dada al ensayo se entiende por el contexto: España en la última etapa de la dictadura y luego en los años convulsos de la Transición, pero también una Europa al borde del colapso del comunismo en el bloque del Este. Había una necesidad colectiva de repensar las viejas creencias y abrir nuevas sendas de pensamiento que respondieran a las revueltas juveniles de mayo de 1968. Esto, sumado a la progresiva reducción del analfabetismo, proporcionó una base de lectores formados, críticos y con inquietudes culturales que respondió a la llamada. A ellos se dirigía Anagrama, para ellos buscaba el editor la excelencia.
Frente a la emoción de descubrir nuevos talentos –y ser testigo de cómo se asentaban–, estaba la otra cara de la moneda: la censura. Algunos libros de Enzensberger también la padecieron, y Herralde se lo cuenta resignado, pero sin hacer un drama; estaba curado de espanto. Lo llamativo de este asunto, no obstante, es que no terminó con el final de la dictadura: en 1976, en el marco de “una crisis económica pavorosa y una agonía política y cultural total”, Anagrama sufrió el secuestro de varios libros (Max Abel, Antonio Gramsci y Aleksandra Kolontái, entre otros), con el consiguiente proceso judicial. Fue una larga agonía que el editor describe como “un atentado contra la libertad de expresión y justamente contra una editorial caracterizada por su independencia política”.
El mito de la Transición
Hoy se empieza a cuestionar el mito de la Transición, y este testimonio muestra cómo, en efecto, fue un periodo de luces y sombras, entre la esperanza de disfrutar de unos renovadores años ochenta y el desconcierto ante los vaivenes políticos, la falta de estabilidad económica y la crisis social, pero también interna, por un cambio de rumbo en las preferencias del lector. Un editor debe estar atento a la actualidad y saber adaptarse a las transformaciones sin perder su marca. En esos años, pese a todo, brilló una suerte de solidaridad entre esta generación de editores que iniciaron su andadura en la Barcelona del tardofranquismo, como Esther Tusquets, la responsable de Lumen, o Beatriz de Moura, de Tusquets, que lo apoyaron en sus cuitas con la justicia.
Enzensberger, fiel a su naturaleza abierta y analítica, se interesa por la situación en todo momento, En una carta de 1980, reflexiona: “No me sorprende lo que me cuentas sobre la situación española general y sobre los problemas para publicar en particular”, que le parecen “un asunto muy triste y potencialmente peligroso. Muchos de nosotros hemos menospreciado las tensiones existentes en el seno de la economía española, en el de la sociedad en conjunto –que la dictadura ha ocultado y que […] se han disimulado con el ‘nuevo comienzo’–. Me temo que al país lo aguarda una larga resaca y, lo que es peor, no hay remedio a la vista”.
El escritor es consciente desde el principio de los esfuerzos de Herralde por publicarlo: “Me desconcierta que puedas y quieras continuar publicando libros que la gente no compra. Lo que he oído sobre la situación en España me produce escalofríos”. El editor sabe bien lo arriesgado de determinadas apuestas, en sus cartas habla sin tapujos de libros que no son “fáciles” y analiza los diferentes mercados, según el país (a este respecto, Enzensberger lamenta que Alemania sea “una nación subdesarrollada con respecto a la traducción”). Pese a las dificultades, Herralde cuida cada edición al milímetro, selecciona al traductor apropiado (en una época en la que no había tantos como ahora, ni para tantos idiomas), encarga prólogos y está pendiente de la prensa.
Entre vocación y negocio: la figura del editor ideal
La labor de Herralde encarna lo que debería ser un editor: alguien con vocación pero con visión de negocio, que desde el compromiso con la sociedad mantiene un catálogo coherente, acompaña a los autores y tiene olfato para cazar oportunidades. Un enamorado de las humanidades dispuesto a asumir, junto a su equipo, una cantidad de funciones que van más allá de leer, como la selección de títulos, la gestión de derechos, la revisión de las traducciones, la ayuda a los escritores para que adquieran presencia (por ejemplo, buscándoles colaboraciones en la prensa, como en el recién nacido El País) o la organización de nuevas iniciativas, como los premios, más el tiempo que se le iba en procesos judiciales. Todo ello, sin olvidarse de mantener las cuentas saneadas.
En el curso de la correspondencia se aprecia el paso de los años; lo más evidente es el cambio del correo postal (y el telegrama) al electrónico. Hay alegrías, como la llegada de Patricia Highsmith al catálogo o los numerosos premios que recibe Enzensberger en la madurez, como el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2002 (el ensayista hasta se queja de las invitaciones a eventos y las peticiones de artículos que recibe, tantas que no le queda tiempo para su obra). Se suceden los encuentros, crece el vínculo entre ambos matrimonios (la esposa de Herralde, Lali Gubern, exlibrera y traductora, era además su mano derecha en la editorial), aunque Herralde no llegó a viajar a Múnich. “Barcelona está muy cambiada después de los Juegos Olímpicos, muy beautiful”, le cuenta el editor en 1993. Por lo demás, Enzensberger sigue atento a la actualidad española, y muestra su preocupación tras los atentados del 11-M.