Hay en el aire la sensación de que la historia ha dejado de avanzar: se rumia. La marcha hacia un futuro mejor ha dado paso a la melancolía reaccionaria

El Doomsday Clock es un ficticio reloj apocalíptico desarrollado por los físicos del Proyecto Manhattan, cuyo comité publica anualmente una evaluación de los riesgos que comprometen la supervivencia de la humanidad. En 1947, albores de la Guerra Fría, el reloj del juicio final marcaba las 23:53 horas. En 1953, el desarrollo de la bomba de hidrógeno situó el apocalipsis a solo dos minutos de distancia. La distensión hizo retroceder las manecillas en dos ocasiones a una marca benevolente: doce minutos. Fue en 1963, superada la crisis de los misiles de Cuba, y en 1972, tras la firma de los acuerdos SALT sobre limitación de armas nucleares. En el momento de la desaparición de la URSS, el reloj marcaba las 23:43. Fue su mejor registro histórico.

Hasta 2007, los expertos no consideraron en sus cálculos los riesgos epidémicos y medioambientales. La aceleración del calentamiento global, la irrupción de tecnologías disruptivas como la inteligencia artificial descontrolada, los riesgos biológicos asociados a potenciales nuevas pandemias, la guerra en Ucrania, el genocidio en Oriente Próximo y el hecho de que, desde enero de 2025, con la presidencia de Trump, ya no se pueda contar con Estados Unidos como voz de cautela o moderación nuclear han contribuido a que la última cuenta atrás sitúe las agujas imaginarias en las 23:58:31, ochenta y nueve segundos antes de la medianoche. El tiempo que nos queda. Como en la tesis XV de Walter Benjamin sobre la historia, brota la tentación, al igual que en las jornadas de la revolución de julio de 1830, de abrir fuego contra los relojes de las torres.

Hay en el aire la sensación de que la historia ha dejado de avanzar: se rumia. Conceptos que se consumieron deprisa vuelven para ser mascados de nuevo. No hay una sola idea en el horizonte que no sea una regurgitación de otros tiempos. Historia rumiante. En la edad heredera de la Ilustración, el horizonte de expectativa apuntaba hacia el futuro. Lo mejor estaba por venir. La línea de tiempo era una flecha ascendente, en la versión liberal clásica; o una espiral –la aceleración vertiginosa del tiempo– de la revolucionaria. Hoy ya no hay flecha ni espiral: nos movemos en una cinta de Moebius, desplazándonos a lo largo de una cara que siempre es la misma y nos devuelve al punto de partida. Movimiento sin sentido y sin cambio, sin progreso ni ruptura: solo un eterno y desesperante retorno.

La marcha hacia un futuro mejor ha dado paso a la melancolía reaccionaria; la universalidad, a la identidad de rebaño y a la tribu. Las reglas del juego se han invertido: si Watergate fue suficiente para hacer caer a un presidente de los Estados Unidos, la instigación de un golpe de estado no ha sido óbice para la reelección diferida de otro. Hoy, Bernstein y Woodward serían acusados de propalar fake news, cancelados por medios digitales mercenarios o por el propio dueño de la cabecera. Con Trump y su gobierno de villanos de Marvel, 'La conjura contra América', la distopía de Philip Roth que fabulaba sobre la implantación de un régimen fascista en Washington, va camino de convertirse en un reportaje de anticipación. La cosmovisión MAGA (Make America Great Again) que rige la presidencia ha dinamitado el orden mundial nacido de las conferencias interaliadas, la estrategia de Marshall, el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (en inglés, GATT: General Agreement on Tariffs and Trade) y los acuerdos de Breton Woods. El torpedo dirigido contra la línea de flotación de la globalización económica amenaza con tener efectos más trascendentales que la caída del muro de Berlín. Este episodio fue el acta de rendición de uno de los dos modelos surgidos de la segunda guerra mundial. No fue una bisagra etaria, sino la absorción del perdedor por el ganador en pos de la consumación de un objetivo largamente perseguido: la universalización del capitalismo. Lo actual es un cambio de paradigma: el mundo nacido de Yalta, en sus dos versiones, ha dejado de existir.

El futuro ha dejado de ser el territorio de las esperanzas para convertirse en un escenario de pesadillas. El colapso medioambiental nos ha alcanzado y nos sume en una crisis de inminencia. La medida del tiempo no la da el calendario, sino el cronómetro de una cuenta atrás. La aceleración de los tiempos es la del centrifugado. Todos los detritus de tiempos pasados –big stick, genocidio, deportaciones, oscurantismo, autarquía, universos concentracionarios, cesantía, mercantilismo, colonialismo– se han echado a la cuba y dan vueltas en vórtice para que a cada día no le falte su afán. El futuro ya no se ve como una promesa, sino como una amenaza, un tiempo de catástrofes de las que nosotros mismos somos los instigadores. Las crisis, que antaño se teorizaban cíclicas, ondulaciones dilatadas a lo Kondratieff, se instalan, inevitables, en el paisaje cotidiano y se asumen como un modus vivendi.

Un severo desconocimiento de las raíces del presente combinado con el déficit de pensamiento a largo plazo genera una sensación de impotencia ante la frenética sucesión de fenómenos inconmensurables: nuevas amenazas pandémicas, la crisis climática y sus efectos devastadores, las sacudidas geopolíticas, las violaciones de los derechos humanos retransmitidas en tiempo real. El conocimiento del presente es un agujero negro que el sistema educativo se muestra incapaz de rellenar. Entre 2000 y 2025, serán más de nueve millones los estudiantes egresados de la enseñanza secundaria obligatoria con un conocimiento superficial, cuando no meramente inexistente, del pasado reciente de la sociedad que los interpela a la ciudadanía. Parece como si a nadie le importara. Cuando fallan los canales formales, su lugar es ocupado por el albañal de los circuitos informales. En su Historia del siglo XX, Hobsbawm decía: “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con las generaciones anteriores es uno de los rasgos más característicos y extraños” de nuestro tiempo. Y añadía: “Los jóvenes crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven” . La ignorancia comienza a tener efectos políticos, como demuestran los sondeos de opinión.

En la actualidad, el centrifugado del tiempo presente ha pasado una esponja por el encerado de nuestro campo de experiencia. No hay ningún país donde al desaparecer la generación política que tuvo experiencia directa de la segunda guerra mundial no se haya producido un cambio importante, aunque a menudo silencioso, en su perspectiva histórica del pasado y en su imaginario colectivo. El de Italia, cuya república nació de la victoria antifascista, es un caso paradigmático. Alemania podría ir camino de serlo. El alejamiento de la experiencia histórica de la dictadura franquista va obrando efectos. Un informe sobre valores del Centre d'Estudis d'Opinió (CEO) del primer trimestre de 2024 reveló que los jóvenes catalanes de entre 16 y 24 años eran los ciudadanos más dispuestos a renunciar a vivir en un país gobernado democráticamente si a cambio se les garantizase un nivel de vida adecuado a sus intereses. Otro estudio del CIS apuntaba a una tendencia similar en toda España. Los menores de 35 años eran, con diferencia, los españoles que menos creían que la democracia fuera mejor que cualquier otra forma de gobierno. Un 12% defendía que en algunas circunstancias un gobierno autoritario sería preferible a uno democrático. Al 15% de los jóvenes de entre 18 y 24 años le daba completamente igual una forma de gobierno que otra.

En 'El ocaso de la democracia: la seducción del autoritarismo', Anne Applebaum aborda este escenario: “La generación actual de jóvenes de Europa y EEUU ha crecido en un mundo sin guerras, sin dictaduras. Dan por sentado que hay democracia, que ésta siempre va a existir. Pero la democracia no es inevitable, requiere esfuerzo y tiempo”. En septiembre de 2023, la Open Society Foundation de George Soros hizo público un estudio basado en más de 36.000 entrevistas en treinta países en la que el 42% de los menores de 36 años estaba convencido de que una dictadura militar sería una buena forma de gobierno. Un 35% decía que aceptaría tener un líder fuerte, aunque jamás convocase elecciones.