México se hunde aceleradamente. Y no solo por la violencia que nos arrebata vidas cada día, ni por una economía estancada que condena a millones a la pobreza. Esas son crisis graves, sin duda. Pero hay una más profunda, más corrosiva y devastadora: la crisis de la mediocridad resignada.
Una crisis imposible de medir en cifras, pero que se refleja en cada acto de indiferencia. Una epidemia silenciosa que nos anestesia ante la injusticia, la impunidad y el fracaso. Lo inaceptable se vuelve cotidiano: la corrupción se normaliza, la violencia se banaliza y la pobreza deja de indignar. Esa resignación es el verdadero cáncer que nos carcome.
Nuestra clase política es el reflejo de esta decadencia: obsesionada con el poder y anclada en la simulación. El modelo de “la dictadura perfecta” mutó en