Por motivos racionales —prolongar la hegemonía mundial de EEUU— y narcisistas —ganar el Nobel de la Paz— al inquilino de la Casa Blanca le sobran tanto la voz de de Zelenski como la de la UE respecto al fin de la guerra
Los europeos presionan a Trump para que no se pliegue ante Putin: “Hay esperanza de que algo se mueva”
Son muchas las ocasiones en las que lo que el lenguaje coloquial califica sin rodeos como un paripé, el diplomático trata de hacerlo pasar por necesario y hasta por imprescindible e histórico. Y son pocas las que algo así es tan obvio como en la reunión telemática promovida por el canciller alemán, Friedrich Merz —en compañía de los máximos mandatarios de Finlandia, Francia, Italia, Polonia, Reino Unido y Ucrania, además del tándem Costa-von der Leyen y del secretario general de la OTAN—, para hablar con Trump sobre Ucrania.
Una reunión que, para aparentar una unidad inexistente entre los Veintisiete y aliviar suspicacias internas dentro de la Unión Europea por parte de quienes se hayan podido sentir arrinconados —España, entre muchos otros—, ha rematado con una sesión todavía más plúmbea que las precedentes, en la que han participado todos los miembros de la denominada “coalición de voluntarios por Ucrania” (España incluida).
Todos los participantes sabían de antemano que el encuentro era totalmente inútil. A estas alturas no podía haber nada nuevo en el mensaje que los interlocutores europeos han tratado de hacer llegar a Trump antes de su cita con Vladímir Putin en Alaska, resumido en la idea de que no puede haber paz sin contar con Ucrania y los europeos.
En sentido contrario, y contando con que no habrá mostrado todas las cartas que va a utilizar con su homólogo ruso, lo que el inquilino de la Casa Blanca les haya contado tampoco habrá servido para tranquilizar ni a Volodímir Zelenski, físicamente en Berlín al lado del canciller germano, ni a sus cada vez más sumisos aliados europeos, temerosos de quedarse sin las garantías de seguridad que Washington les viene proporcionando desde hace décadas.
Y es que, en el fondo, todos ellos saben que la resolución del conflicto ucraniano va por otros caminos. Unos caminos que, desde la perspectiva estadounidense, vienen marcados por dos factores. El primero, racional para quien pretende prolongar su hegemonía mundial a pesar de las claras señales de deterioro, busca aliviar sus esfuerzos en aquellas zonas del planeta donde siente que no están en juego sus intereses vitales —y eso incluye a Ucrania—, para poder concentrarlos en hacer frente a la emergencia de China como principal rival estratégico.
El segundo, personal y narcisista, resumido en la obsesión públicamente declarada del mandatario estadounidense de lograr el Premio Nobel de la Paz, deriva de su convicción de que un acuerdo sobre Ucrania le permitiría garantizar su obtención.
Esa confluencia de factores permite entender que, para quien se afana de ser el gran negociador y pacificador del planeta sobran tanto la voz de Zelenski —al que tantas veces ha señalado como el responsable de un conflicto iniciado por Moscú mucho antes de que hubiera llegado a la presidencia del país—, como la de una Unión Europea que, en su opinión, fue creada para “joder” a EEUU. En consecuencia, es Trump, mucho más que Putin, quien está interesado en un acuerdo. Un acuerdo que no debe confundirse con la paz justa y duradera que Zelenski demanda desesperadamente, sino que únicamente le sirva para reforzar su imagen personal de gran estadista y reorientar hacia China su agenda exterior.
Por su parte, a Putin —maestro en el arte de enredar a Trump haciéndole creer que está dispuesto a aceptar sus condiciones, mientras sigue ganando tiempo para seguir adelante con su plan de anexión ucraniana—, le basta con no provocar una sobrerreacción estadounidense que suponga la pérdida del control de sus activos congelados en el exterior (en torno a los 300.000 millones de dólares) y la imposición de aranceles a China e India hasta un punto que les lleve a ambos a considerar insostenible su apoyo a Moscú, de quien son socios y clientes principales para sobrellevar las sucesivas rondas de sanciones que le han sido aplicadas por Washington y Bruselas.
Y si para eso tiene que sentarse a hablar con Trump, no solo no ve ningún inconveniente, sino que incluso puede presentarlo como un éxito de su diplomacia, al entenderlo como el reconocimiento de Rusia como gran potencia (que no tiene nada que negociar ni con Londres ni con Bruselas, y mucho menos con Kiev). En todo caso, para llegar hasta aquí, ha podido comprobar que no ha tenido que renunciar a ninguna de sus reivindicaciones maximalistas, y nada de lo que ha podido deducir de sus contactos con el enviado especial estadounidense, Steve Witkoff, le lleva a pensar que algo así vaya a ocurrir en el futuro.
En definitiva, parecería que todos los actores implicados se han limitado a escenificar una representación teatral totalmente prescindible, mientras crece el temor de que Putin aproveche la ignorancia y las urgencias de Trump para extraer algún acuerdo que deje a Ucrania en la estacada y a los Veintisiete aún más asustados.