
Las calles estaban llenas de actividad cuando empezaron a llegar las noticias de soldados enfermos que volvían de las fronteras orientales. Comerciantes, artesanos y campesinos continuaban con sus tareas diarias, ajenos a que algo que no veían estaba empezando a circular entre ellos .
En las casas, los primeros enfermos aparecían sin que nadie entendiera el motivo. Al principio, las autoridades trataron el asunto como un problema localizado , pero pronto los informes de muertes crecieron de forma alarmante. Fue entonces cuando Roma , acostumbrada a resistir cualquier amenaza militar, se dio cuenta de que un enemigo nuevo y desconocido podía quebrar las bases de su poder .
Las legiones trajeron de Oriente un virus que arrasó la capital con miles de muertes diarias
El brote comenzó en el invierno del año 165 d. C., cuando las legiones que regresaban de la campaña contra los partos llevaron consigo un virus que los cronistas de la época asociaron con la viruela . El médico Galeno describió fiebres persistentes, vómitos y pústulas negras que dejaban cicatrices permanentes. Asimismo, propuso que los enfermos no hicieran nada y se recuperaran solos a base de no rascarse. Según Cassio Dio , en el momento más crítico morían hasta 2.000 personas al día en la capital, una cifra que ilustra la magnitud del desastre.
La epidemia afectó de forma directa a la estructura militar del Imperio. Unidades enteras quedaron diezmadas, lo que obligó al emperador Marco Aurelio a incorporar esclavos, gladiadores y prisioneros a las legiones. Este cambio rompió con la tradición que reservaba el ejército para ciudadanos entrenados y generó vulnerabilidades en las fronteras. La falta de efectivos también llevó a contratar mercenarios bárbaros , un recurso que tendría consecuencias estratégicas en las décadas siguientes.
La vida económica se desplomó. Los campos quedaron sin cultivar, las minas se abandonaron y el comercio se redujo drásticamente. La caída de la recaudación fiscal dificultó el sostenimiento de las infraestructuras y de la administración imperial . Esta contracción afectó incluso a la aristocracia, cuyos miembros fallecían en tal número que en muchas ciudades se recurrió a hijos de libertos para cubrir cargos municipales .
La fe tradicional se resquebrajó y nuevas creencias ganaron terreno en plena crisis
Los efectos sociales y culturales fueron igualmente importantes. La crisis alimentó la sensación de que los dioses tradicionales habían dejado de proteger a Roma . Esta percepción favoreció la expansión de religiones que ofrecían un mensaje de salvación personal y ayuda mutua , como el cristianismo, que se fortaleció gracias a su labor asistencial durante la pandemia.
En ciudades como Hierápolis se erigieron estatuas a Apolo Alexicaco para pedir su intervención frente a la enfermedad. Este gesto se repitió en otros puntos del Imperio, donde comunidades enteras enviaron delegaciones a templos en busca de orientación. Pese a las ofrendas y sacrificios, el virus siguió avanzando con oleadas que se prolongaron durante más de una década .
Algunos supervivientes dejaron testimonios sobre el sufrimiento que presenciaron. El orador Aelio Aristide s, que superó un episodio grave, llegó a identificar a un joven que, según él, había muerto en su lugar. Estos relatos reflejan un impacto psicológico intenso , con una culpa persistente que convivía con el miedo a nuevos brotes.
El golpe sanitario dejó cicatrices que contribuyeron al declive de Roma en el siglo III
En el terreno político, la epidemia coincidió con un momento de tensión interna y amenazas externas . Las campañas militares se ralentizaron o se cancelaron, y la pérdida de soldados experimentados redujo la capacidad de respuesta. En paralelo, la disminución de la población en áreas rurales provocó que algunas zonas quedaran despobladas, lo que debilitó la producción agrícola y la seguridad alimentaria.
Aunque el Imperio sobrevivió a 15 años de enfermedad, el golpe fue duradero. Muchos historiadores consideran que esta crisis sanitaria que se llevó por delante a alrededor de cinco millones de personas marcó el inicio de un declive estructural que, en combinación con conflictos internos, problemas económicos y presiones en las fronteras, preparó el terreno para la inestabilidad del siglo III. La plaga antonina no fue la única pandemia que Roma padeció, pero sí una de las que demostró con más crudeza que la grandeza de un imperio podía tambalearse por un enemigo que no llevaba espada .