Vox y el PP han elegido las únicas tradiciones e identidades que violan los derechos humanos. Son también, por desgracia, tradiciones e identidades muy “españolas”: las expulsiones, los autos de fe, la pureza de sangre, la Inquisición

La reciente moción del ayuntamiento de Jumilla, presentada por Vox y revisada y apoyada por el PP, no busca defender nuestras “tradiciones” y nuestra “identidad”; constituye en sí misma el ejercicio de una antigua e inquietante “tradición” española y de una de las más ancestrales y peligrosas “identidades” nacionales. No pretende preservar “nuestro país” de influencias extranjeras; es ya la manifestación en acto de uno de los países “auténticos” que este país lleva dentro, un país que creíamos haber dejado atrás para siempre y que vuelve ahora, fúnebre y seco, para meternos el miedo en el alma.

En 1566, una cédula real –o “pragmática”– prohibió las expresiones culturales de los moriscos españoles. Ya en 1499, incumpliendo el compromiso de las Capitulaciones de Granada, Cisneros había impuesto la conversión forzosa de los musulmanes del reino nazarí y quemado sus bibliotecas. Luego, durante décadas, la Corona y la Inquisición presionaron sin cesar a los cristianos nuevos, identificando sus prácticas culturales con la traición religiosa y la felonía anticastiza. La cédula de 1566 fue el colofón de una política mutiladora orientada a defender la “tradición” y la “identidad” católicas, horma de la Castilla imperial que aspiraba a construir una España pura y sin arrugas. A partir de esa fecha, los moriscos tuvieron prohibidas, entre otras cosas, vestir indumentaria “arábiga”, hablar y escribir la lengua árabe, celebrar zambras o fiestas tradicionales, usar apellidos o sobrenombres no “españoles”, frecuentar los baños y –también– cerrar las puertas de sus casas los viernes y los domingos. Esta última proscripción da toda la medida del fanatismo paranoico de las autoridades, que pretendían verificar a ojo desnudo que los moriscos (cuya “patria natural”, como decía el Ricote cervantino, era España), no observaban en secreto los mandamientos musulmanes y respetaban, en cambio, el día del Dios cristiano. Algunos moriscos, en efecto, fueron denunciados por vecinos vengativos ante la Inquisición por “cambiarse de camisa” el viernes o por no echar cerdo al cocido el domingo.

La cédula de 1566 fue una especie de apocalipsis para los moriscos y el umbral de una catástrofe sin precedentes para el resto de España. No puede hoy leerse sin un estremecimiento de ternura el Memorial que, en ese año aciago, elevó ante el rey Felipe II el morisco Francisco Núñez Muley. Decano de los moriscos granadinos, Núñez Muley había servido en la Corte durante cincuenta años, tratando siempre de conciliar su fidelidad a la Corona con la defensa de su comunidad de origen, expuesta a crecientes peligros. El Memorial –que vale la pena leer entero– hace una apología muy moderna de la pluralidad y la multiculturalidad, perfectamente compatibles, a su juicio, con –digamos– la “españolidad” común (que aún no existía).

Usando a veces argumentos relativistas y otros sanitarios, Muley reivindica los usos moriscos, que no dañan a nadie y suman su riqueza, viene a decir, a la de los otros pueblos del Reino castellano. Lo que más le duele a Muley es, sin duda, la pérdida de su lengua, una lengua, dice, que hablan también los cristianos de Egipto, Siria y Malta y que no es, en consecuencia, menos “española” que el catalán o el vascuence; una lengua de la que los moriscos no pueden prescindir sin renunciar a su alma. Este artículo de la Ley, dice el morisco, ha sido “inventado para nuestra destrucción”, con la intención de provocarnos tantas “penas y achaques” que “de miedo de las penas los naturales dejemos la tierra, y nos vayamos perdidos a otras partes y nos hagamos monfíes” (es decir, apátridas o exiliados). A continuación, el morisco apela a la empatía del cristianísimo rey: “Considérese el segundo mandamiento, y amando al prójimo, no quiera nadie para otro lo que no querría para sí; que si una sola cosa de tantas como a nosotros se nos ponen por premática (por ley) se dijese a los cristianos de Castilla o del Andalucía, morirían de pesar, y no sé lo que se harían”.

Como sabemos, Muley no convenció a Felipe II y los moriscos, no pudiendo soportar las “penas y achaques” de la persecución, se sublevaron entre 1568 y 1571 en la llamada “rebelión de las Alpujarras”, que el militar, poeta y humanista Hurtado de Mendoza, encargado de sofocarla, no dudó en calificar de “guerra civil” (la primera guerra civil propiamente “española”). Cuarenta años después, ya bajo Felipe III, en 1609, todos los moriscos (en torno a 300.000) fueron expulsados de su “patria natural” y dispersados por el mundo, una catástrofe de la que la península tardó siglos en recuperarse y de la que Andalucía sigue quizás sin recuperarse; y a la que solo se opusieron las aristocracias terratenientes de Valencia y Aragón. España, que había expulsado a los comerciantes judíos, ahora se quedaba sin los únicos españoles que trabajaban la tierra y se precipitaba así en una decadencia sórdida en la que la pureza de sangre, la cochambre moral y la miseria económica fueron acompañadas de una violencia permanente contra los otros: ya fueran indígenas, herejes o liberales.

Esta es la “tradición” y la “identidad” que quieren restablecer las derechas españolas. Vox y el PP quieren expulsar de nuevo a buena parte de los agricultores de España en nombre de la religión. De momento, el ayuntamiento de Jumilla, como hizo la cédula real de 1566, les ha prohibido celebrar sus fiestas en los espacios públicos que pagan con sus impuestos. Como se ha señalado, esta medida es gravísima porque señala un precedente del que será difícil volver atrás: es el paso “cualitativo” de la xenofobia latente a la islamofobia oficial; es decir, el paso de la democracia española al casticismo español. La propuesta de Vox era brutalmente explícita; en la redacción final del PP permanecen todos los efectos y sigue respirando la “intención”. Se trata de una medida dirigida de forma transparente contra una comunidad; se trata de una medida, verbigracia, “religiosa”.

Es pequeña y en apariencia administrativa, pero esta medida, con su radical cambio de lógica, contiene ya el embrión de un Estado teocrático. Hace años, cuando España parecía relativamente a cubierto de ese peligro (al menos en comparación con Francia), traté de definir en mi libro 'Islamofobia' los materiales de construcción con los que la ultraderecha europea, cada vez más rampante, está fabricando el nuevo “enemigo interno” de Europa (una vez “asimilados” los judíos, en la forma de “israelíes”, como colonialistas violentos). Allí, citando al primer liberal de Francia, Benjamin Constant, autor en 1819 de 'De la liberté des Anciens comparée à celle des Modernes', recordaba yo la necesaria identidad orgánica entre democracia y laicismo. Ahora bien, ¿qué es un Estado laico o, al menos, aconfesional, como el español? Un Estado que garantiza de manera simultánea estas dos cosas: que todas las confesiones religiosas y todas las expresiones culturales pueden expresarse libremente y que ninguna de ellas se apropia y gestiona el aparato del Estado. No se puede perseguir la libre expresión religiosa en nombre de ningún valor superior (ni siquiera, como en Francia, en nombre del “laicismo”), porque, como decía Constant, lo verdaderamente religioso, lo peligrosamente religioso, es siempre la persecución misma. A escala reducida, la moción del ayuntamiento de Jumilla ha violado las dos condiciones de la democracia y la laicidad: ha emprendido la persecución de una minoría religiosa y lo ha hecho identificando la institución local con “valores” e “identidades” de orden esencialista y religioso. Jumilla es nuestra pequeña Arabia Saudí y Vox, con la complicidad suicida del PP, quiere extender su wahabismo fanático al resto de España.

Estoy a favor de todas las tradiciones y todas las identidades compatibles con los Derechos Humanos. Hay muchas donde elegir y todas “españolas”: la Misa del Gallo, el futbolín, los sanfermines, el adulterio, la hospitalidad, los conflictos vecinales, las verbenas de pueblo, el Orgullo gay, la plurinacionalidad, las despedidas infinitas y un largo etcétera. Que cada lector complete la lista a su gusto. Pues bien, Vox y el PP han elegido las únicas que sí los violan (los derechos humanos). Son también, por desgracia, tradiciones e identidades muy “españolas”: las expulsiones, los autos de fe, la pureza de sangre, la Inquisición. Esa es la batalla que nos toca librar hoy y no, como pretende la ultraderecha, la que distinguiría entre una España verdadera y su anti-España; ni siquiera la que enfrentaría a dos Españas eternamente irreconciliables. Nada de eso. Nadie puede decirme en qué consiste ser español ni cómo se debe vivir en España. Aquí lo único que está realmente en juego es la diferencia entre democracia y teocracia.