Bajo la cinta azul del cielo, el número 109 de la calle Fuencarral erizaba un suspiro de humo. Nadie en su sano juicio hubiera encendido un brasero en pleno verano madrileño. La fumarada tampoco podía salir de la mantequería del portal. La finca estaba asegurada de incendios, como rezaba la placa del portal, pero no invitaba a llamar a los bomberos, bien preparados en el parque de la calle Imperial, junto a la Plaza Mayor , sino al juez y a los alguaciles. Aquel lunes 2 de julio de 1888 se descubrió un crimen que no se iba a olvidar fácilmente entre los vecinos.
El humo salía del 2º izquierda, la vivienda de Luciana Borcino, una mujer de 50 años, viuda y amargada , hija de una distinguida familia viguesa. Su padre había sido alcalde de esa ciudad, a la que solía volver en verano. Ese