Nunca, nunca, nunca lo imaginé. Y mucho menos de la misma forma en que, hace 34 años, enterré a mi madre. Pensaba que lo lógico era que Miguel me despidiera a mí -soy catorce años mayor-, pero la vida y la violencia decidieron otra cosa.

Hace pocos días caminé detrás de su féretro y crucé la puerta de la Catedral Primada de Bogotá. Era el mismo templo, el mismo silencio que retumbó en mis oídos cuando, en 1991, unida de su pequeña mano, la de Miguel, entré para despedir a nuestra mamá, Diana Turbay, asesinada después de un largo secuestro de seis meses.

Ese día de 1991 vi a Miguel, de apenas cuatro años y medio –los mismos que hoy tiene mi sobrino Alejandro– despedir a una madre que lo amaba profundamente y que dedicó su vida a la paz y a la verdad. Recuerdo que mi abuela Nydia nos reuni

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