Colombia, un país enfermo de rencor. Esta frase, cruda y dolorosa, resuena con una verdad que nos cuesta admitir. Vivimos inmersos en un paisaje de rencillas ancestrales, de odios heredados que se manifiestan en cada esquina, en cada conversación, en cada familia y en cada grupo de amigos. La incapacidad para entender al otro no es un simple defecto, es una enfermedad crónica que carcome el tejido social. Nos hemos acostumbrado a vernos como adversarios, no como seres humanos. ¿Cuándo perdimos la capacidad de escucharnos sin que la rabia nos nuble el juicio?

En este teatro de la absurda polarización, se alzan los “guerreros”, esos personajes imponentes, fuertes y duros que se construyen a sí mismos a costa de los demás. Se autoproclaman líderes y salvadores, pero en el fondo, son “matones

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