Un terreno fértil para el contrabando
Marsella en los años treinta no era solo un puerto, era un universo paralelo. Mientras Francia miraba hacia París, en esa ciudad portuaria se mezclaban marineros, inmigrantes corsos, italianos y magrebíes (originarios del Magreb, la región del noroeste de África que comprende principalmente Marruecos, Argelia, Túnez, Libia y Mauritania), es decir comerciantes de toda laya y contrabandistas que encontraban allí un terreno fértil. Entre ellos, sobresalieron Paul Carbone y François Spirito, dos corsos que supieron levantar un imperio criminal que se extendía desde la prostitución y el juego clandestino hasta el tráfico de opio, que llegaba en sacos desde Turquía, Siria e Irán.
Era un negocio discreto, menos violento que el contrabando de alcohol duran