Hay que preguntarse hace cuánto que no nos detenemos a mirar un árbol: acaso, preferiblemente, un árbol frutal, que dé su «dulce y sazonado fruto», como diría Cervantes. O tal vez un tejo, un olivo, una higuera o un algarrobo. A veces joven y otras centenario. Claro que no bastaría con verlos, sino que habría que mirarlos de verdad, con admiración y cercanía, por todo lo que tienen que enseñarnos. Podríamos incluso coger un fruto suyo y probarlo. Depende del paisaje puede ser un árbol mediterráneo, un frutal exuberante, o bien uno de aquellos centenarios castaños del bosque gallego o leonés, tan queridos y, también, por desgracia, tan añorados. En todo caso, entre árboles y vegetación está el lugar ameno («locus amoenus») por excelencia del saber eterno: es a la par frondosa floresta, flor
Hortus in Bibliotheca

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