No quiero oro, ni quiero plata… porque muy pocos saben el oro que tanto deslumbra no pertenece, en realidad, a la Tierra. Su origen se encuentra en los hornos titánicos de estrellas extinguidas, donde el hidrógeno se convirtió en helio y, en los estallidos finales de las supernovas, en elementos más pesados. Este metal que guardamos en cofres, templos y bancos es, en verdad, un viajero cósmico, un fragmento de sol caído en nuestras manos. El propio astro que nos da vida —nuestro Sol— sigue en su labor de transformar hidrógeno en helio. Llegará el día en que agotará su combustible y se expandirá en gigante roja, dejando tras de sí la ceniza de una enana blanca.

En la Antigüedad, el oro fue visto no solo como riqueza, sino como símbolo de perfección. En Egipto, los faraones lo asociaban con

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