Nadie sabe muy bien qué hacer con los años que se acumulan, así que lo disimulamos: uno se compra una bici de carbono, otro se tatúa un lobo en el gemelo, Ramos graba un single y yo me engancho a mirar coches en Wallapop como si pudiera pagar alguno o como si tuviera carnet para conducirlo

Hace casi cuarenta años, Joaquín Sabina y Josep Bardagí le escribieron una canción a una estatua; a una estatua y a un loco que se había enamorado de ella. A la sombra de un león, interpretada por Ana Belén, es una de esas canciones que resumen muy bien el siglo XX madrileño: un tipo encerrado en Ciempozuelos que escapa para ir a declararse a la diosa Cibeles porque nadie le dijo que era de piedra. La pureza de ese gesto descansa en que nadie se escapa del manicomio para fingir; se escapa para sentir que las cosas tienen sentido. De esto mismo escribía el murciano Ginés Sánchez en ‘El borde cortante’ (Tusquets, 2024) con catastróficos resultados para sus protagonistas y esto mismo parece que ha hecho Sergio Ramos, el exfutbolista del Real Madrid, cantándole a su antiguo club hablándole directamente a la diosa con su último single; que ha pasado de partir tibias a delanteros a tímpanos de sus oyentes. Aunque el mejor single de un exmadridista sigue siendo Iker Casillas, porque vaya divorcio nos está dando.

Porque Ramos, que ya coronó la fuente con bufandas y besos y fotografías para la eternidad deportiva, ahora pretende finiquitar el rito poniendo una banda sonora a su propio mito. La canción es mala; gastar más palabras en analizar esa cuestión es faltar al respeto a la industria musical. Pero que nadie subestime el oído de la Cibeles, que ya lleva un siglo escuchando cláxones, charangas, pregones, caravanas de campeones y hasta algún mitin de Agapito Carapito. Madrid, que ya convirtió una fuente en catedral, le pone incienso hasta al reguetón con botas de tacos si viene envuelto en triunfo.

¿Quién le cantó antes a Cibeles? Medio repertorio sentimental de la ciudad, aunque no siempre con el nombre propio en la rima. Sabina la rozó con la historia del enamorado; Ana Belén la hizo de carne y bronce en una sola respiración; los clásicos de la noche madrileña -Burning, Antonio Vega, Leiva, Quique González- cartografiaron las avenidas que desembocan en la misma fuente. La estatua escucha, archiva y, cuando corresponde, amnistía. A veces concede gloria. Ramos entiende ese eco. Para cientos de millones de personas -entre las que me incluyo, sin terminar yo de sentirme orgulloso del todo-, Ramos es un souvenir emocional: Múnich, Lisboa, Milán, esa cabeza que sacó del ataúd la Décima y le dio a medio Madrid una tarde de resurrección civil. Con ese currículum, cualquier verso encuentra público. Porque el tipo no desafina en su idioma natural, el de la épica. Pero no estamos aquí para hablar de música; hablemos de lo mal que llevamos los hombres la crisis de los cuarenta.

Nadie sabe muy bien qué hacer con los años que se acumulan, así que lo disimulamos: uno se compra una bici de carbono, otro se tatúa un lobo en el gemelo, Ramos graba un single y yo me engancho a mirar coches en Wallapop como si pudiera pagar alguno o como si siquiera tuviera carnet para conducirlos. Da igual. Es el mismo agujero, la misma risa nerviosa cuando alguien suelta la palabra “madurez”, porque lo jodido no es hacerte mayor sino que te pille sin relato. Porque hasta los treinta años todo tiene un guion: estudio, curro, viajes, resacas y después todo está en blanco y hay que improvisar. Y algunos improvisan fatal.

Improvisar fatal es grabar una canción pensando que todavía eres central del Real Madrid o abrir un perfil de TikTok creyendo que la gente va a escuchar tus meditaciones sobre el estoicismo y el desarrollo personal sin reírse en tu cara. Y, sin embargo, lo hacemos. Nos convencemos de que el mundo espera otra versión de nosotros cuando en realidad ya no espera nada. Quizá esa sea la definición más precisa de la crisis de los cuarenta: inventarte un público imaginario que te aplaude en tu cabeza mientras los demás siguen con sus vidas.

Quizá por eso la historia del loco de Ciempozuelos sigue siendo más verdadera que todo lo demás; quizá porque en su fuga no había una carrera que prolongar o un hobby que saciar, estaba nada más que la urgencia de creer que todavía se podía amar algo con la inocencia intacta. Ramos, yo, cualquiera de nosotros, jugamos a disfrazar el ruido del tiempo, pero aquel hombre salió del manicomio convencido de que la diosa le iba a corresponder. Y aunque no lo hizo, aunque ella siguió de piedra, su gesto se quedó incrustado en la memoria de la ciudad para recordar que lo único que vale la pena es esa fe audaz y loca que lleva a un loco a cruzar todo Madrid para declararse a una estatua; no son más que maneras torpes de repetir lo mismo una y otra vez. El deseo de que la vida, aunque sea por un momento, vuelva a tener sentido.