Los ciudadanos que hemos crecido en Occidente hemos estado siempre convencidos de que vivíamos en el lado correcto de la historia. Que Europa y Norteamérica estaban regidos por gobiernos democráticos, con todas sus imperfecciones, y el resto del mundo, salvo contadas excepciones, estaba en manos de dictaduras o autocracias. Con cierto aire de superioridad, porque estábamos encantados de nuestro modelo de sociedad, intentamos exportar la democracia a países de Asia, África o Sudamérica. A veces, de forma no muy acertada, como prueba la etapa del colonialismo.

Bajo el liderazgo de Estados Unidos, Occidente intentó colaborar con estos países y forzar cambios de régimen en defensa de los derechos humanos y, también, para hacerlos más permeables a su influencia. Frente a esta estrategia, ha ap

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