Los medios de comunicación y los expertos nos dijeron que, después de la huida del dictador Bashar Al Assad en diciembre de 2024, en Siria acabaría la larga guerra civil, que duraba desde 2011. Nos dijeron que advendría un régimen de paz, justicia y reconciliación. Nos dijeron que gobernaría la oposición liberal y democrática. Nos engañaron.

Resulta que el nuevo presidente, Ahmed al-Shara , al que han recibido Donald Trump y Ursula von der Leyen, y al que financian EEUU, la UE y Arabia Saudí, es un yijadista que militó en varios grupos terroristas, como Al Qaeda, hasta el punto de haber estado en busca y captura por el gobierno de Washington. Al-Shara y sus correligionarios llegaron al poder (con la colaboración de varias de las potencias que han intervenido en la guerra civil siria) y empezaron a perseguir a minorías, tal como hemos visto que ha ocurrido en otros países donde Occidente contribuyó a derrocar a tiranos laicos para sustituirlos por masas fanatizadas.

Aunque a los académicos, políticos y periodistas occidentales les cueste creerlo, en África, el mundo árabe y gran parte de Asia, las relaciones políticas se basan en la sangre (la tribu) y la religión, por encima de las ideologías, los partidos y hasta el bienestar económico. La violencia de las guerras ha conducido a la destrucción de los Estados levantados desde la descolonización y la reaparición de los vínculos premodernos como manera de sobrevivir. Ha pasado en Irak, el Líbano, Afganistán y Libia. Pero en un ejemplo de claro supremacismo intelectual nuestras élites no han aprendido la lección… o les da igual.

Inmediatamente después de la entrada en Damasco de Ahmed al-Shara, comenzaron las persecuciones contra los grupos sociales que apoyaron el régimen de los Asad, como los alauitas (una minoría musulmana dentro del chiismo), los cristianos y los drusos, frente a la mayoría musulmana sunita.
Siria, Irak y el Líbano, formados a partir del desmembramiento del imperio turco por Francia y Gran Bretaña después de la Primera Guerra Mundial, heredaron la pluralidad de tribus y religiones en esa área de Oriente Próximo.

Cuando los británicos y los franceses fueron expulsados, tras la Segunda Guerra Mundial, los sucesivos gobernantes locales erigieron regímenes, en absoluto democráticos, pero laicos y nacionales. Siria e Irak se basaron en el partido Baaz, fundado por un cristiano oriental, cuya ideología era panarabista, laica y socialista. Algunos de esos Estados hasta se convirtieron en participantes en la política internacional debido a sus alianzas con EEUU o la URSS y a su producción de petróleo.

Sin embargo, el resurgir del islam como factor político a partir de los años 70, el fracaso de esos regímenes y la injerencia extranjera han conducido a su desplome y su reemplazo por gobiernos fundamentalistas.

En Siria, a los episodios de matanzas y deportaciones que ya conocemos, se ha unido en los últimos días una limpieza étnica realizada en Damasco contra los alauitas. Muchas familias asentadas desde generaciones en un barrio de la capital lo están abandonando debido a las amenazas de muerte proferidas por los nuevos amos del torturado país, que son los que tienen las armas y la legitimidad.

¿Cuál es la finalidad de estas deportaciones, aparte de adulterar las elecciones anunciadas por el gobierno? La excusa puede ser el destierro de la capital de los grupos que más apoyaron a la dictadura de los Assad, como castigo, pero no es suficiente.

Háfez (1971-2000) y su hijo Bachar (2000-2024) no necesitaron arrasar la diversidad de Siria (salvo a los kurdos) para controlar a la población y ser una potencia media que preocupaba e interesaba a sus vecinos y a Moscú y Washington. Sin duda, su unión al “eje de la resistencia” formado por Irán fue lo que selló el fin de la dinastía Asad, más que la cesión de una base naval en el puerto de Tartus a la URSS en 1971 y que aún mantiene Rusia. En Azerbaiyán sobrevive otra dinastía republicana, la Alíyev, nacida en los últimos años de la URSS, pero vende gas natural a Europa e Israel, lo que sin duda influye en su supervivencia.

El objetivo principal de los desplazamientos de población, impulsados por la fuerza y las matanzas, sólo puede ser la constitución de regiones étnica y religiosamente homogéneas, que permitan una división de facto de Siria, que tiene 185.000 kilómetros cuadrados de extensión. Turquía controlaría el norte del país, despejado ya de kurdos; Israel ampliaría su dominio de los altos del Golán; los alauitas y cristianos se concentrarían en la pequeña zona costera y otras regiones periféricas; y el resto estaría bajo el gobierno directo de Ahmed al-Shara o de su movimiento armado.

Es decir, se reproduciría la misma fragmentación que ya sufren Irak, convertido en república federal, en la que el Kurdistán tiene su gobierno y su presidente, y el Líbano, donde Hezbolláh es una fuerza al margen del Estado.

Basta mirar un mapa para comprobar que, entre Israel, Arabia Saudí, Turquía e Irán (los tres primeros, aliados de Estados Unidos y pro-occidentales), no queda ningún país capaz de levantar un ejército o desarrollar una política exterior soberana.