El otro día, viendo a Alcaraz en el US Open, me acordé de Manolo Santana, el primer gran tenista español televisado. Encontré en Youtube imágenes de algunos de sus partidos, y no me sorprendió encontrarme con los clásicos tropos del deporte televisado en la Europa de los sesenta: los saltitos del público o de los jugadores, la prosa pesada y cantarina del comentarista, y sobre todo esa imagen lechosa, ese aire natural e improvisado del deporte antiguo que tantas veces echo en falta en las espectaculares e hipervitaminadas retransmisiones actuales.

Nos hemos acostumbrado a verlo y saberlo casi todo. Lo que todo gran deportista ha sido para sus epígonos modernos se ha alimentado de la información: las mejores jugadas, los pósters, las entrevistas. Hace mucho tiempo, uno tenía que confiar en

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