Elvis Presley no entró en escena: irrumpió. De pie, guitarra en mano, saco con solapas a cuadros y una mirada que combinaba desconcierto, seguridad desafiante, emoción y sensualidad, se paró frente a la cámara y dijo: “Este es probablemente el mayor honor que he tenido en mi vida”. Enseguida, como si estuviera improvisando, dejó caer los primeros acordes de “Don’t Be Cruel”, mientras un rugido adolescente que lo atravesaba desde el público le sacó la primera sonrisa.

Comenzó a cantar. En menos de dos minutos, incendió la pantalla. Cada palabra que pronunciaba tenía un pulso eléctrico; cada movimiento, era desafío terrenal que demostraba de qué estaba hecho. Sus gruesos labios se curvaban en una mueca insolente; sus ojos chispeaban como si estuvieran encendiendo algo más que notas musical

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