Antonio Brevers (Torrelavega, 1960) lleva casi toda una vida dedicada al estudio de la guerrilla en Cantabria. Esa labor se ha encarnado en dos obras que son referencias ineludibles a la hora de conocer esta parte de nuestra historia reciente:  'Juanín y Bedoya, los últimos guerrilleros'  y  'La Brigada Machado' .

Precisamente, esta última obra ha sido reeditada estos días, en una versión ampliada que incluye el final de la ardua búsqueda de los restos de Eloy Campillo, así como importantes novedades, como el hallazgo de dos refugios intactos de la Brigada Machado  —vestigios silenciosos de una historia aún en parte oculta— y se arroja nueva luz sobre la muerte de uno de los miembros más destacados, Segundo Bores Otamendi, desvelando detalles hasta ahora desconocidos. Es, pues, un buen momento para repasar con él todos estos años de callada y sistemática investigación.

La pregunta es inevitable: ¿Cómo surge su interés por el fenómeno guerrillero?

Viene de muy atrás, de una historia familiar. Mis abuelos maternos vivían en Liérganes, y una noche un grupo liderado por Pin El Cariñoso entró en su casa. Mi abuela estaba embarazada, sola con sus hijas, y alguien había dicho que allí había dinero. Fue un momento muy tenso. Ella conocía a Pin, como todo el mundo en la zona, pero aun así fue aterrador. En pleno registro, sufrió una crisis. Y lo sorprendente fue que Pin detuvo todo, la calmó, incluso mandó a avisar al médico antes de marcharse. Esa mezcla de amenaza y compasión se quedó grabada en la memoria familiar. Y creo que ahí empezó mi interés. Aquella historia, y la curiosidad por entender quiénes eran esos hombres huidos en los montes, me cautivó desde la primera vez que la escuché. El destino quiso prolongar el vínculo. Ya de adulto, con mis libros publicados, recibí una solicitud del juzgado: la hija de Pin, Josefina —nacida en prisión tras la muerte de su padre—, intentaba recuperar el apellido Lavín. Les facilité la documentación y las causas judiciales que conservaba. Como si todo volviera a cerrarse ahí.

Han sido años de un arduo trabajo. Arduo, y muy variado: pateos por los pueblos de la comarca, charlas con vecinos, visitas a archivos… ¿Cuáles han sido las fases más complicadas de la investigación y cuáles las más gratificantes?

Lo más gratificante de la investigación fueron, sin duda, las salidas en familia por los pueblos. Entrevistas en las cocinas de las casas, recibidos como uno más, mientras mis hijos corrían entre animales, se mezclaban con otros niños y exploraban cuadras y desvanes. Y casi siempre había una merienda generosa esperándolos. Ese contacto directo con la gente fue lo más valioso. Además, me encontré con un terreno prácticamente virgen: la mayoría nunca había compartido su testimonio antes. La parte más ardua llegó con ciertos archivos. La burocracia ralentizaba todo: largas esperas, acceso limitado a cajas, prohibiciones… En contraste, en los archivos nacionales de París todo fue rapidez y facilidades, con permiso incluso para fotografiar cuanto quisiera. Allí encontré auténticas joyas documentales.

Su primer libro, sobre Juanín y Bedoya, fue un verdadero éxito. No solo porque abordaba dos figuras casi míticas de la guerrilla en Cantabria, sino porque era el primer estudio sistemático de ambos. Pese al esforzado trabajo previo de otros investigadores, su obra aportó muchos datos nuevos y permitió desbrozar parte del mito que ensombrecía el riguroso conocimiento historiográfico de este fenómeno. ¿Qué destacaría como principal aportación de esta primera obra?

El año de su publicación, el libro se convirtió en el más vendido en Cantabria. La primera edición se agotó en apenas 15 días. Recuerdo que, cuando llegó la fecha de la presentación, no había ejemplares. Tenía fe en el libro, pero nunca imaginé un éxito tan inmediato. Su principal aporte fue devolver dignidad a muchas familias y, al mismo tiempo, ofrecer conocimiento. Para numerosos descendientes supuso descubrir por primera vez lo que habían vivido sus padres o abuelos. El libro también se convirtió en una forma de justicia histórica, en un esfuerzo por arrojar luz sobre hechos distorsionados durante décadas. Quizá su mayor impacto fue demostrar que la memoria, cuando se rescata con rigor y empatía, no divide: al contrario, sana, repara y devuelve orgullo a quienes durante demasiado tiempo solo habían heredado silencio.

En su segunda obra, 'La Brigada Machado', recupera el diario del doctor Cañete. Es un documento muy vivido, que consta de la gran virtud de ser extenso y no una breve rememoración. ¿Cómo fue el proceso de contactar con él y lograr que le facilitara el diario?

La copia del manuscrito me llegó por doble vía: a través de Pedro Noriega, cuñado de Juanín, y de Jesús de Cos, miembro de la Brigada Machado. Manolo había hecho fotocopias y las había repartido entre sus antiguos compañeros. Cuando tuve aquellas páginas en mis manos, me impresionó que fueran unas memorias sin alardes ni afán de protagonismo: sencillas, sinceras, escritas con claridad… como era Manolo. Las devoré de un tirón.

Portada del libro 'La Brigada Machado', de Antonio Brevers.

Comencé a investigar por Casar de Periedo hasta que logré localizarlo en Tarragona. Desde la primera llamada conectamos de manera inmediata. Al principio hablábamos por teléfono tres o cuatro veces por semana, y con la misma frecuencia me enviaba cartas. Eran cartas maravillosas: notas que complementaban las memorias, croquis, recuerdos… incluso algunas de sus recetas como curandero en el monte. También empezó a mandarme libros de su amplia colección de medicina natural. Y, de cuando en cuando, me enviaba garrafas de aceite de Siurana… Conocerlo en persona superó todas mis expectativas. Guardo un recuerdo muy especial de Cañete.

El doctor Cañete, autor del diario que forma parte de 'La Brigada Machado'.

En esta segunda obra, juega un papel fundamental la historia de Eloy Campillo, secuestrado y asesinado por los guerrilleros en 1945. No deja de ser llamativo que una figura fundamental no sea un guerrillero, sino una de sus víctimas…

Desde que tuve noticia de su desaparición me propuse localizar los restos de Eloy Campillo. Pero no solo eso: también quise profundizar en la vida de un hombre que se movió en un terreno minado de contradicciones. Fue alcalde de Sotres durante el franquismo y, al mismo tiempo, guardia del Parque Nacional de los Picos de Europa. Una posición que implicaba un compromiso personal tan complejo como difícil de sostener.

Eloy Campillo fue asesinado por guerrilleros de la Brigada Machado.

Siempre me han interesado quienes, desde ideologías distintas, acabaron colaborando de un modo u otro con la guerrilla. Porque, más que clases de ideologías, creo que existen clases de personas. Y en ese sentido, Eloy Campillo resulta clave para entender lo sucedido en Pandébano y el paso de la Brigada Machado por Sotres y sus alrededores. Una figura compleja, pero fascinante, cuya vida merece ser contada y estudiada.

Lo que hace de la historia de Eloy Campillo algo particularmente desgarrador es, sin duda, su narración de la lucha de su hija Mercedes, y su nieto José Manuel, por saber qué ocurrió realmente. Ha sido una pelea de más de 70 años…

Aún recuerdo la primera vez que llamé a Mercedes. Lo hice con cierta inquietud. Sabía que no sería una conversación fácil. Temía entrometerme en un dolor antiguo, quizá ya cicatrizado, o reabrir una herida. Pero al otro lado del teléfono no encontré reservas, ni reproches. Mercedes respondió con entusiasmo. Le emocionaba saber que alguien se interesaba por su padre, y más aún, por su paradero. No había pasado un solo día sin preguntarse dónde estaría. Al día siguiente viajé a Oviedo para conocerla en persona. La suya es una vida marcada por la búsqueda, pero también por una larga resistencia frente a la indiferencia y el silencio. Me relató cómo, en su camino, encontró finalmente una mano tendida: la de la Asociación de Memoria Histórica de Gijón, Todos los nombres. Se presentó allí con cierto recelo, temerosa de decir que buscaba a un desaparecido que había sido de derechas. Pero lejos de prejuicios, la recibieron con los brazos abiertos. Luego, en 2009, el contacto con espeleólogos de la Asociación Espeleológica Ramaliega nos llevó a buscar por las minas y simas de Andara. Pese a su esfuerzo, parecía que los restos de Eloy no iban a aparecer nunca…

Antonio Brevers junto con Mercedes Campillo.

Precisamente, cuando esa pelea parecía que no iba a dar sus frutos, intervino el destino, o la suerte, o no sé cómo llamarlo… 

Yo lo llamo el Hado. Esa fuerza misteriosa que aparece justo cuando todo parece perdido. Cuando ya no queda a quién llamar ni un solo papel que mover… y, de pronto, la solución se presenta. Como por arte de magia. La intervención del Hado, de hecho, abre y cierra el epílogo. Lo abre con un espeleólogo novato, en su último día de exploración, que entra casi por casualidad en una sima a la que no volvería jamás. Y mientras está allí, colgado, fascinado por el brillo de unos cristales en la roca… ve un hueso humano y…

Sí.  El espeleólogo Salvador Ibáñez, en 2018, encuentra los restos de Eloy en la Sima Topinoria . Usted, acompañando a la familia, inició un periplo que duró más de un año  hasta que finalmente Mercedes pudo enterrar los restos de su padre Fue una labor en la que colaboró mucha gente , desde el GREIM hasta espeleólogos voluntarios, pasando por los conocidos forenses Francisco Etxeberria y Fernando Serrulla, de la Sociedad de Ciencias Aranzadi. Pero, como decía, ese “Hado” del que habla también ha intervenido en otra cuestión sorprendente: en este caso, una foto que todos hemos visto reproducida infinidad de veces…

Así es. Esa otra parte de la historia, el Hado lo cierra en casa de Delia Guardo, descubridora —junto a Jesús Pelayo— de la cueva de Treslasbasnás. Estábamos delante del ventanal desde donde su abuelo le señalaba la cueva. Miré la pared de enfrente y, casi sin pensarlo, solté en voz alta que nunca había conseguido encontrar el lugar exacto de la mítica foto de Juanín, Machado y Manjón. Por el hermano Machado sabía que estaba en algún lugar justo allí enfrente, en Peña Ventosa… pero nunca logré dar con él. Entonces Delia cogió el libro que yo le había regalado a su abuelo… hacía ya 18 años. Buscó la imagen, miró hacia la peña, volvió a mirar la foto… y de pronto, soltó: ¡Esto va a ser la Bodega! Prometió subir en un par de días, con su amigo Pablo, para comprobarlo. Y vaya si lo era… Aquel rincón había sido recorrido decenas de veces por Delia, por Pelayo, por Pablo, por investigadores, por periodistas… y, sin embargo, la revelación llegó así: de golpe. Como un chispazo. Como una iluminación. Eso es lo que yo llamo el Hado.

Operativo de rescate de los restos de Eloy Campillo.

Ahora que ha mencionado Peña Ventosa, ¿sintió frustración por no haber podido visitar la cueva de Treslasbasnás, o la de Segundo Bores, por esa barrera que siempre han supuesto para usted las verticales?

La verdad, no. No sentí frustración. Tuve la suerte de conocer los hallazgos, al poco tiempo, contados por quienes los vivieron. Y eso fue un regalo. Sus relatos venían cargados de emoción, con la frescura del momento, y además venían acompañados de imágenes, vídeos… Así que, de alguna forma, sentí que también estaba allí, tanto en la cueva de Segundo Bores —que descubrió Fran Caso— como en Treslasbasnás, con Delia y Pelayo. En el caso de Segundo Bores, incluso llegué a tener en las manos algunos objetos. Fran me los confió para documentarlos, después de retirarlos, por miedo a saqueos. Su idea, que sigue en pie, es llevárselos algún día a la familia de Segundo, en México. Y claro, también sé lo que es vivir un hallazgo de ese tipo en primera persona. Me ha pasado muchas veces… Pero sí hay uno que todavía me eriza la piel, que es cuando encontré el zulo de Paco Bedoya, escondido en la casa familiar de Serdio. Grabé un vídeo mientras levantaba la tapa… y se oye mi respiración, entrecortada. La emoción es química pura. Y estoy convencido de que la mía no fue muy distinta de la que sintieron Delia, Pelayo o Fran al asomarse por primera vez a sus descubrimientos.

Este cierre de la historia es lo que motiva la reedición de tu obra 'La Brigada Machado'. Sin embargo, en esta obra también hay nuevos aportes de otras facetas de su investigación. ¿Qué destacaría?

En el contexto de la justicia histórica, uno de los aspectos más relevantes ha sido poder reconstruir con mayor precisión las verdaderas circunstancias de la muerte de Segundo Bores. A nivel familiar, este hallazgo tiene un evidente valor reparador: permite desmontar los rumores que, durante décadas, causaron un dolor injusto. Pero también abre una vía de interés en el plano historiográfico. Todo apunta a que Segundo Bores desempeñó un papel destacado dentro de la Brigada Guerrillera de los Picos de Europa, hasta el punto de que pudo haberla liderado durante un periodo. Además, he encontrado documentación que lo sitúa al inicio de la Guerra Civil como integrante de la Gestora del Ayuntamiento de Cillorigo de Liébana, lo que amplía el enfoque: su implicación política no se limita a la guerrilla antifranquista, sino que arranca en los primeros compases del conflicto, con presencia activa en el ámbito local. Aún queda mucho por investigar sobre la Brigada Machado. Su historia merece un trabajo más exhaustivo y riguroso.

De lo que cuenta se desprende que en su obra ha sido fundamental el trato humano, el acercamiento a los protagonistas y sus familias. A la hora de abordar episodios dolorosos, cuando no traumáticos, ¿cómo logra vencer las comprensibles reticencias? ¿Su formación y práctica como psicólogo han ayudado en este sentido?

En mis trabajos de investigación nunca me he servido de mi formación como psicólogo. Ni técnicas, ni métodos. Me ha acompañado, simplemente, mi persona. A pecho descubierto. Son asuntos demasiado delicados como para aplicar fórmulas o jugar, aunque sea sin querer, con la sensibilidad de quienes han sufrido. Mi única guía ha sido el respeto y la disposición a escuchar de verdad. No han faltado momentos duros. Muy duros. Recuerdo especialmente el caso de Maelín, el hijo de Bedoya. Durante años evitó pasar por la carretera donde murió su padre. Hasta que un día, sin previo aviso, me pidió que lo acompañara. Fue un instante cargado de emoción: estuvimos allí apenas un minuto. Luego regresamos al coche y nos fuimos a pescar. Yo lo había previsto así, sabiendo que habría de templar el golpe y ayudarle a seguir el día sin romperse.

Maelín, el hijo de Francisco Bedoya, junto con la familia de Antonio.

Otro momento difícil llegó en Madrid, revisando microfilms, entre miles de fotografías. Buscaba la imagen del cadáver de su padre: una aguja en un pajar. Y, de pronto, apareció. Le conté a Maelín lo que había encontrado y me la pidió. No quise enviársela desde allí. Le pedí que esperase. Cuando regresé fui hasta su casa y la vimos juntos, en su ordenador. Fue otro golpe duro. Le costó, pero mostró una entereza admirable, y me dijo que la publicara.

En una investigación de esta naturaleza, que ha durado décadas, ha tenido que acumular anécdotas de lo más variopintas. Muchas las narra en sus libros, que tienen la gran virtud de conjugar la historia de la guerrilla con la historia de tu investigación. Cuéntanos una…

Una vez, en Madrid, me pasó una buena… Me había sobrado un día tras varios archivos, y decidí probar suerte en el archivo histórico de la Guardia Civil. Me identifiqué, pregunté dentro… y, sin saber muy bien cómo, acabé en un sótano inmenso. Aquello parecía la biblioteca de 'El nombre de la rosa', pero sin frailes. Al rato apareció un agente que, muy tranquilo, me dijo que me había colado en el archivo interno de la Dirección General. Vamos, que, si me despisto, me pongo a hojear secretos de Estado. Ya reubicado en el archivo que tocaba, conté que investigaba al capitán Fernández Íñiguez —el cabo que mató a Bedoya—, y me abrieron las puertas de par en par. Al poco, di con un álbum lleno de fotos de guerrilleros. Pregunté si podían escanearlo. “No, pero puede llevarlo a la copistería de al lado”, me dijeron. Y ahí fue cuando pensé que me habían debido de tomar por alguien de la casa... Pero sin rechistar, salí a la calle con el álbum debajo del brazo. La copistería, a reventar. El escáner, lentísimo. Y la chica que me atendía no dejaba de mirar las fotos de gente armada y cadáveres... como pensando: “Este tipo o es espía… o está completamente loco”. Una hora después, regreso a la Dirección General. Entrego el DNI, el guardia lo mira, descuelga el teléfono y grita: “¡Ha vuelto! ¡Está aquí!”. Mil explicaciones, mil disculpas… y al final todos respiramos tranquilos. Yo más que nadie, con mi CD en el bolsillo y la sensación de haber salido vivo de una novela negra.

Sus obras reflejan muy bien el ambiente de miedo y tensión que se vivía en la postguerra, no solo por parte de los guerrilleros y sus enlaces, sino también de los vecinos corrientes que muchas veces se veían atrapados en un fuego cruzado. ¿Hasta qué punto afecta eso a la convivencia de los pueblos, y cuánto se puede transmitir generacionalmente?

Por increíble que parezca, cuando comencé a investigar, a finales de los años noventa, todavía se percibía el miedo. Un miedo antiguo, pero aún latente. Varias personas que habían colaborado con la guerrilla, aunque fuera con gestos mínimos, temían que sus palabras pudieran tener consecuencias legales. Les costaba hablar, dudaban… En muchos casos intenté tranquilizarles. Aun así, preferí no insistir cuando notaba que el silencio era una forma de protección. Bastaba con cambiar de tema. Forzar el relato habría sido, en cierto modo, repetir la violencia que tanto daño les había hecho. Especialmente delicado era el caso de los vecinos comunes, los que no formaban parte de ninguno de los dos bandos. Si alguien llamaba a su puerta de noche, podían enfrentarse a un miedo paralizante: si eran los guerrilleros, corrían el riesgo de represalias si no les ayudaban; si era la Guardia Civil, se exponían a registros violentos y acusaciones arbitrarias. Esa tensión marcaba la convivencia en lo más cotidiano. Hoy, creo que ese miedo ya no determina la vida en los pueblos como lo hizo durante décadas. Pero sus ecos siguen presentes. Aún quedan familias distanciadas, rencores soterrados, heridas que nunca se hablaron. Es una memoria que, aunque no siempre se nombre, se transmite de generación en generación. 

Al margen de sus dos libros, durante muchos años gestionó el foro y web “Los del monte” . Sin duda, era el medio digital de referencia para conocer el fenómeno de la guerrilla en Cantabria. Era un espacio muy activo, en el que junto a los intereses puramente históricos se desataban a veces violentas pasiones políticas, mezcladas con cuestiones familiares. ¿Cómo fue gestionar ese foro?

Antes de que naciera la web 'Los del monte', buscar términos como “guerrilla antifranquista”, “emboscados” o “Juanín y Bedoya” en cualquier buscador era en vano: el resultado era un silencio absoluto. Un vacío total en el espacio público. Quizá por eso la página causó tanto impacto: de repente, un tema borrado de la memoria colectiva encontró un lugar donde aparecer, debatirse y compartirse. Las cifras hablaban por sí solas: miles de visitas mensuales llegaban desde los cinco continentes. Muchos eran españoles en el extranjero, pero también acudieron investigadores e hispanistas de primer nivel, que hallaron en aquella web una fuente inesperada y valiosa. Eso, sin duda, resultó un impulso motivador. Crear y gestionar aquel foro fue un desafío mayúsculo. Quise que fuese un espacio vivo, apasionado —a veces incluso demasiado— pero siempre cimentado en una convicción inquebrantable: rescatar la memoria merecía la pena. Participaban desde antiguos guerrilleros, enlaces y familiares, hasta guardias civiles, víctimas de la guerrilla y sus descendientes, historiadores, investigadores, público en general e incluso novelistas como Rebecca Powell, que buscaba documentación para sus libros. Lo fascinante era que todas esas voces, tan distintas y muchas veces enfrentadas, se encontraban allí. Un punto de encuentro —a veces pacífico, otras veces tormentoso— donde la memoria podía ser discutida, cuestionada y reconstruida. El principal problema llegaba con quienes solo entraban a provocar sin aportar nada. En aquellos años, el anonimato en internet era casi absoluto y no faltaban los que abusaban de ello. Lamentablemente, la plataforma suspendió el servicio y desaparecieron miles de mensajes. Al menos me sirvió de lección. Desde entonces, hago copia de seguridad de la copia… y hasta de la copia de la copia.

Una curiosidad personal. En el foro firmaba como  “Alfredo Cloux”, que también es el nombre que ha elegido para su editorial . ¿De dónde surge ese nombre?

Elegí el seudónimo Alfredo Cloux por dos motivos muy personales: Alfredo es mi segundo nombre, y Cloux, el segundo apellido de mi abuelo paterno, un franco-belga que fue una figura clave en mi vida, junto con mi abuela materna, oriunda de Miera. Cloux, de origen francés, arrastra además una historia curiosa. Aquella rama de mis antepasados estuvo vinculada a una casa solariega en Amboise donde, tiempo después, y ya fuera de la familia, falleció Leonardo da Vinci. Una anécdota llamativa, sin duda. Pero, en el fondo, creo que cualquier apellido, sea cual sea su procedencia o rango, guarda siempre una historia rica y profunda detrás. El logo de Cloux Editores está inspirado en el escudo de esa rama familiar, que incluye un clavo de plata. Un símbolo sencillo, pero con una carga emocional que me gusta conservar. Aun así, no cambiaría aquel  château  por mis raíces cántabras, ni por aquellos veranos de infancia en los que subía a las cabañas familiares en las Tetas de Liérganes, metido en un cuevano, a lomos de un burro o de una mula…

A lo largo de años de investigación aprendí algo esencial: la polarización política rara vez se traslada tal cual a la vida cotidiana. Entre la inmensa mayoría de las personas que entrevisté, lo que predominaba no era la necesidad de confrontar, sino el deseo de entender, de encontrar, de cerrar heridas abiertas

Esa polémica historiográfica tiene también un trasunto político. La Ley de Memoria Histórica de Cantabria fue aprobada en la anterior legislatura por el PSOE y el PRC, y derogada por el PP y VOX en la actual ( si bien el Tribunal Constitucional ha paralizado dicha derogación ). ¿Cómo ve esta situación? ¿Lograremos mirar el pasado reciente con la suficiente ecuanimidad como para alcanzar un conocimiento histórico riguroso, o estamos condenados a que esto se convierta en parte de las “guerras culturales” en las que estamos inmersos?

El caso de Mercedes Campillo ilustra con claridad para qué sirve la Ley de Memoria Histórica. Cuando todas las vías judiciales estaban cerradas, esa ley permitió algo tan básico como recuperar los restos de su padre. Sin ella, probablemente aún seguiríamos pidiendo permisos. Mercedes no hizo más que ejercer un derecho: simple, legítimo y firme. Hubo críticas. Algunos cuestionaron que la primera exhumación realizada en Cantabria fuese la de un hombre de derechas. Otros, que se destinara dinero público a “sacar unos huesos”. Pero la memoria histórica no es política de partido: es historia. Y la historia requiere perspectiva, respeto y voluntad de diálogo. A lo largo de años de investigación aprendí algo esencial: la polarización política rara vez se traslada tal cual a la vida cotidiana. Entre la inmensa mayoría de las personas que entrevisté, lo que predominaba no era la necesidad de confrontar, sino el deseo de entender, de encontrar, de cerrar heridas abiertas. Cuando esperaba la financiación para el operativo de rescate de los restos de Eloy, fueron muchos los que ofrecieron ayuda, incluso familiares de antiguos guerrilleros. Recuerdo en particular a una mujer que me pidió que trasladara a Mercedes su perdón por lo que había ocurrido con su padre. Mercedes respondió con serenidad: no hacía falta ningún perdón. Ya habían sufrido bastante en el monte. Ya habían vivido demasiadas calamidades. Eso es, en el fondo, la memoria histórica: no un arma, sino un puente. Un camino para reconocer, comprender y honrar. Y el deber, profundamente humano, de recordar con dignidad a quienes nos precedieron.

Por último, ¿tiene algún proyecto en mente para un futuro cercano? A sus lectores seguro que les gustaría escuchar un sí…

Tengo varias investigaciones muy interesantes, pero ponerlo negro sobre blanco es otra cosa. La investigación me apasiona; escribir, en cambio, siempre ha sido un encierro, un viaje solitario que exige paciencia, desapego y silencio.  Ahora quiero retomar la búsqueda de alguna pista sobre la niña sin identificar de la torca Topinoria, cuyos restos aparecieron junto a los de Eloy . También voy a dedicarme a poner algo de orden en mi archivo: cientos de horas de grabación, cerca de 60.000 documentos digitalizados y un buen montón de documentos en papel. Abro cajas, selecciono, descarto, etiqueto… como quien intuye que algún día alguien tendrá que entender ese legado. También le doy vueltas a la idea exponer parte de ese fondo. Y, en el horizonte —que espero sea lejano—, pienso en darle un final digno. En broma le dije una vez a Paco Etxeberria y a Lourdes Errasti: “Os pondré en mi testamento, que os manden mi archivo”, pensando en Aranzadi. Pero, obviamente, lo que deseo es que encuentre su lugar en Cantabria, que siga vivo en otras miradas, en otras investigaciones, y que conserve la voz de quienes ya no están. Hace poco, Fran Caso me pidió colaborar en un proyecto en el que lleva tiempo trabajando: una guía sobre los escenarios de la guerrilla en los Picos de Europa. La propuesta me pareció apasionante, así que puse a su entera disposición mi archivo y mis conocimientos. Eso sí, con dos condiciones innegociables: que no me pida escalar —ya tengo bastante con la montaña de papeles— ni escribir, porque por ahora sigo esquivando el encierro.