En estos días el mundo nos muestra escenas que, más que noticias, parecen espejos rotos en los que nadie quiere mirarse. Historias de violencia política, de polarización sin freno y de sociedades que de pronto despiertan en medio del caos. Y aunque los vemos como problemas lejanos —Nepal, Ucrania, Estados Unidos o Argentina— lo cierto es que en México estamos más cerca de ese precipicio de lo que creemos.

Hace unos días, el asesinato del activista conservador norteamericano Charlie Kirk en Estados Unidos sacudió la política de ese país. Un crimen político y religioso con todas sus letras, resultado de un ambiente en el que la palabra se convirtió en bala, y el adversario en enemigo a exterminar. Lo mató no un ejército extranjero, sino el odio sembrado en casa. Murió por su forma de pensar

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