La democracia argentina se ha caracterizado, desde su transición en 1983, por un consenso fundacional en torno al valor de la representación política. El voto universal, libre y secreto se consolidó como piedra angular de un sistema que buscó conjurar el fantasma del autoritarismo cívico-militar. Durante cuatro décadas, a pesar de las crisis económicas recurrentes, los ciudadanos argentinos mantuvieron su compromiso con las urnas como el mecanismo privilegiado de legitimación del poder. Sin embargo, en los últimos años, este consenso ha comenzado a resquebrajarse.

Pierre Rosanvallon (2017) ha señalado que el desencanto democrático contemporáneo no se explica solo por la corrupción de las élites políticas o por la distancia entre representantes y representados, sino por un fenómeno estruct

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