En el ecosistema de izquierdas español continúa una lucha intestina muy poco sutil por ver quién defiende mejor la causa palestina. Quién pronunció antes la palabra genocidio, quién se anticipó en el foro público, quién influyó más en el embargo de armas y, en definitiva, quién se envolvió mejor detrás de la bandera que representa la justa causa palestina
El PP y el apoyo al genocidio
El boicot a la Vuelta a España ha sido todo un éxito, para mayor lamento de los cómplices del genocidio que está cometiendo Israel en Palestina. Las manifestaciones populares que comenzaron a finales del mes pasado han terminado logrando la cancelación de la última etapa gracias a una gran movilización en Madrid. Se ha conseguido el reconocimiento no sólo del presidente del Gobierno sino también de gran parte de la comunidad internacional, cada vez más inclinada a denunciar las terribles prácticas de Israel. Es una de esas veces en la que uno se siente profundamente orgulloso de su país, y toda la izquierda parece satisfecha tras haber logrado un éxito concreto en un contexto cada vez más complicado.
¿Toda? No exactamente. En el ecosistema de izquierdas español continúa una lucha intestina muy poco sutil por ver quién defiende mejor la causa palestina. Las redes se han saturado con una competición en la que hay que demostrar quién y cuándo dijo y/o propuso primero políticas en contra de Israel. Quién pronunció antes la palabra genocidio, quién se anticipó en el foro público, quién influyó más en el embargo de armas y, en definitiva, quién se envolvió mejor detrás de la bandera que representa la justa causa palestina. Una sucesión de escaramuzas internas que genera cada vez más frustración en el votante de izquierdas, incapaz siquiera de poder saborear tranquilo algunas de las pocas victorias que este tiempo político nos está concediendo. Al fin y al cabo, es natural concluir que la cantidad de recursos dedicados a estas cuestiones es excesiva y con un coste de oportunidad enorme: ¿cuánto mejor nos iría a todos si el tiempo y energía empleadas en esta lucha fratricida se dedicasen a otras tareas más productivas?
En particular, para quienes participan directamente en el movimiento solidario con Palestina, las disputas internas entre partidos resultan incomprensibles y frustrantes. Muchos activistas que llevan meses organizando manifestaciones, boicots o campañas de denuncia sienten que su esfuerzo es instrumentalizado en la competición partidista. En lugar de ver reforzada su labor, la perciben diluida en un ruido que desanima a quienes podrían sumarse a un movimiento necesario. De hecho, el boicot a la Vuelta a España no fue únicamente una demostración de fuerza en la calle, sino que también obligó a que la política institucional reaccionara. Esta interacción entre movilización social y política institucional muestra un camino fértil: las conquistas populares son capaces de alterar el guion, y los partidos deberían saber capitalizar esas victorias sin convertirlas en un campo de batalla interno.
En realidad, el drama principal es que detrás de estas escaramuzas hay racionalidad política. Los partidos están anteponiendo, aunque con desigual intensidad, sus intereses particulares a los intereses de su clase, sociedad y país. La competición electoral en curso -que se expresa en las encuestas- les conduce a convertir cualquier tema político en un campo de batalla en el que buscan diferenciarse y construir una identidad distinguible del resto de actores. De ahí que todo asunto, sea pequeño o grande, se haya convertido en objeto de disputa política dentro del espacio de izquierdas. Los partidos buscan transmitir el mensaje de que son la mejor opción, para lo cual sirve tanto ponerse en valor uno mismo como desgastar a los competidores. El objetivo es llegar a las puertas de las elecciones con mejores expectativas electorales, y para eso la gente tiene que saber que se existe y se es distinto a las demás alternativas disponibles; ahí reside la racionalidad de esta lucha intestina.
Son las fuerzas pequeñas las más interesadas en promover esta dinámica. De ahí que Podemos, con un 4,3% de estimación según el CIS, esté a la cabeza de esta estrategia. Esto explica por qué, por ejemplo, Ione Belarra denunció hace unos meses que el gobierno progresista es un «Gobierno de la Guerra» y «colaboracionista del genocidio en Gaza». Estas gruesas palabras no casan bien con la opinión que tiene Israel o la autoridad palestina sobre el gobierno. Pero en este punto es irrelevante que aquella fuera una proposición inconsistente, dado que su función era trasladar el mensaje de que existe una diferencia esencial respecto a sus competidores más cercanos, PSOE y, sobre todo, SUMAR. La consecuencia no deseada, sin embargo, es que también estimula la desazón entre el electorado progresista y de izquierdas.
No se trata de defender el silencio. La presión que tanto Podemos como SUMAR ejercen sobre el PSOE es necesaria y, casi siempre, positiva: el partido mayoritario dispone de la mayoría de las palancas institucionales para incrementar la presión sobre Israel y sobre la comunidad internacional. El problema surge cuando esa legítima exigencia de mayor firmeza se transforma en una competición partidista por capitalizar el protagonismo. Ese frágil equilibrio entre presión constructiva y disputa estéril es lo que amenaza con convertir una causa compartida en un escaparate de rivalidades.
La mayoría de las veces tanto SUMAR como el PSOE evitan entrar de manera directa en la confrontación con Podemos, sabedores de que no tienen mucho que ganar. Sin embargo, SUMAR, con un 7,9% de estimación electoral, está igualmente interesado en la diferenciación respecto al PSOE. Si bien confía en hacerlo principalmente a través de la gestión institucional, está atrapado entre la oposición de Podemos y la mayor rentabilidad que obtiene el PSOE de dicha gestión en el gobierno de coalición. De hecho, el PSOE, con un 32,7%, juega con el viento a favor por ser el actor más grande y estar encabezado por el presidente del Gobierno, quien asume el mayor protagonismo en las batallas políticas contra la derecha.
Con toda probabilidad, esta dinámica de conflicto inter-bloque en la izquierda se mantendrá hasta que estemos al borde de las próximas elecciones generales. Será entonces cuando los partidos hagan recuento y, examinando las posiciones en las encuestas, valoren los distintos escenarios. Un enfoque optimista subrayaría el hecho de que como la ley electoral penaliza la dispersión de las candidaturas, existe un incentivo a la unidad entre los partidos de SUMAR y Podemos. Sin embargo, un enfoque pesimista pondría de relieve la importancia de los costes y daños generados durante este proceso de diferenciación. En efecto, esta estrategia contribuye a generar distancia entre los electorados, en muchos casos haciéndolos incompatibles. Por eso, incluso aunque en el último minuto sea viable una unidad forzada, los costes acumulados podrían llegar a ser tan excesivos como determinantes para el resultado final.
Así, si bien esta agresiva estrategia de diferenciación pueda ser comprensible desde la lógica de cada partido, constituye un error político de primer orden. En un contexto en el que buena parte del electorado de izquierdas observa con temor el avance cultural y político de la extrema derecha, estas disputas internas no hacen sino desmoralizar a la base social progresista e, incluso, alimentar indirectamente el voto útil hacia el PSOE. La diferenciación entre partidos es legítima y necesaria, pero debería apoyarse en las diferencias programáticas y estratégicas que ya existen, y no en una competición desgastante, y las más de las veces exagerada, que erosiona la confianza colectiva y resta capacidad para transformar la realidad.
La izquierda española tiene ante sí una disyuntiva decisiva: seguir atrapada en una lucha estéril de diferenciación que erosiona sus propias fuerzas, o aprender a transformar las victorias sociales en victorias políticas compartidas. La movilización popular ya ha demostrado que es capaz de abrir grietas en el muro de complicidades internacionales con Israel. Si los partidos no están a la altura, no será porque faltaron causas justas ni energía social, sino porque la miopía de las siglas fue más fuerte que la esperanza de un pueblo que exigía dignidad y justicia. Por si fuera poco, además lo terminaríamos pagando en las siguientes elecciones. Estamos a tiempo de que sea de otra forma.