Los Estados que ocupan los foros multilaterales no dudan en invocar a la paz como aspiración abstracta, pero convierten ese ideal en abyecta maquinaria retórica cuando se trata de señalar a un aliado estratégico
El genocidio que Israel está llevando a cabo en Palestina revela la distancia abismal entre el discurso de la “cultura de paz” y la realidad política internacional. Hablar de cultura de paz mientras se tolera o se justifica un genocidio es, en última instancia, una forma atroz de vaciar de contenido ese ideal, ese deber civilizatorio. La cultura de paz, promovida desde la UNESCO y diversos organismos multilaterales, se presenta como una apuesta por el diálogo, por la resolución no violenta de conflictos y por el respeto a los derechos humanos. Pero lo que está ocurriendo en Palestina desnuda la hipocresía de gran parte de la comunidad internacional: los mismos Estados que suscriben resoluciones y celebran días internacionales de la paz son, a la vez, los que financian armas, guerras, bloqueos y ocupaciones. El genocidio palestino no es una excepción trágica a la paz, sino el producto de un orden global que acepta la violencia estructural cuando conviene a intereses geopolíticos. En el caso palestino, lo que conviene al lobby sionista mundial.
El contraste entre la retórica y los hechos es evidente. Cuando la paz se reduce a un eslogan, se vuelve mero recurso propagandístico al servicio del poder, no de los pueblos. El silencio cómplice frente al genocidio en Gaza y el avance de la ocupación de Cisjordania muestra cómo la cultura de paz, proclamada en los foros internacionales, se convierte en un ejercicio de cinismo diplomático. El relativismo moral –defender la paz en determinados territorios mientras se invisibiliza la muerte de personas inocentes en Palestina, el exterminio de un pueblo– dinamita la legitimidad de todo proyecto global de convivencia justa.
Hay, por ello, que repolitizar la paz. Si queremos hablar seriamente de cultura de paz, tenemos que rescatarla de los marcos tecnocráticos y volver a politizarla. La paz no puede ser simplemente la ausencia de enfrentamientos armados, sino el reconocimiento pleno de la dignidad y los derechos de todos los pueblos, sin excepciones. En el caso palestino, como se está descaradamente demostrando, la paz no llegó con mesas de negociación bajo tutela militar; la paz solo habría llegado con fin del apartheid impuesto por Israel, con el reconocimiento del derecho al retorno, con la creación de un Estado palestino autodeterminado y con un rechazo categórico a la impunidad de los crímenes de lesa humanidad cometidos por Netanyahu y los suyos. Aunque parezca una lucha imposible entre David y Goliat, la ciudadanía tiene la posibilidad de responsabilizarse, porque la cultura de paz no es una consigna abstracta, sino una práctica concreta que interpela también a las sociedades civiles en todo el mundo.
El primer paso es salir a las calles a exigir esa cultura de paz. Exigir el fin de las complicidades, denunciar las narrativas mediáticas que criminalizan a las víctimas y apoyar las iniciativas de solidaridad internacional son formas de transformar la indignación en acción política. Durante demasiado tiempo hemos contemplado a niños heridos mutilados, desnutridos, convertidos en yeso, envueltos en pequeños sudarios, hemos tenido noticia de decenas de periodistas asesinados con premeditación por el Ejército israelí, hemos sabido que se bloquea la ayuda humanitaria y que matan a las personas hambrientas en las colas de una ayuda falsa, hemos visto hospitales y escuelas bombardeados, hospitales, escuelas, barrios enteros convertidos en escombros, explosiones seguidas de gigantescas nubes de un humo espeso como el terror, Gaza ardiendo. Y durante todo ese tiempo, demasiado, prácticamente hasta hoy, se ha discutido en los despachos europeos, en las redacciones de importantes periódicos, en tertulias televisadas de máxima audiencia, en circunspectas columnas de opinión, en la barra del bar, si es genocidio o no es genocidio el plan, explícito, nombrado, anunciado, llevado a cabo, mostrado por Netanyahu. Hemos oído a Trump hablar de convertir Gaza en un resort de lujo.
El genocidio en Palestina nos recuerda lo esencial: la paz no es posible sin justicia, y la justicia no puede ser selectiva. La verdadera cultura de paz empieza el día en que el sufrimiento del pueblo palestino deje de ser tolerado como un daño colateral en el convulso orden mundial y se reconozca como lo que es: una herida abierta en la conciencia del mundo, una vieja herida que hoy se evidencia letal, que pone en crisis cualquier proyecto contemporáneo de una cultura de paz. Mientras los organismos internacionales enuncian grandilocuentes declaraciones en defensa de la convivencia y los derechos humanos, en Gaza y Cisjordania se practica a diario una violencia sistemática que niega en los hechos aquello que se proclama en los discursos. No es que la llamada “comunidad internacional” esté ciega, sino que ha dejado a ojos vista la complicidad activa y el silencio calculado frente a una política de exterminio, o un retraso desgarrador en la reacción: van a reconocer Palestina cuando Palestina haya sido destruida, pulverizada, borrada de un mapa injusto.
La cultura de paz, definida por la UNESCO como un conjunto de valores y actitudes orientadas al respeto de la vida y la solución pacífica de los conflictos, se ha vaciado de significado frente al genocidio palestino. ¿Cómo hablar de paz mientras se normaliza y transmite el genocidio contra un pueblo, tras décadas de ocupación y de apartheid? Los Estados que ocupan los foros multilaterales no dudan en invocar a la paz como aspiración abstracta, pero convierten ese ideal en abyecta maquinaria retórica cuando se trata de señalar a un aliado estratégico. No obstante, la realidad es contundente y, sin justicia real, la paz solo funciona como una máscara para legitimar relaciones de dominación: lo que sucede en Palestina desnuda el estándar ético que estructura el orden internacional, el del doble rasero como sistema. Las potencias hegemónicas han institucionalizado la violencia como “defensa” o “seguridad”, mientras cualquier forma de resistencia de los pueblos ocupados o de los pueblos solidarios es estigmatizada como “terrorismo”.
Este lenguaje no es inocente: condiciona la percepción global, criminaliza al oprimido y legitima la impunidad del opresor. Una cultura de paz sometida a esta lógica solo logra domesticar. Por eso el alcalde Almeida, que es de los que dicen que Israel no está cometiendo un genocidio, se ha quejado de que la policía no “reprimiera” a las personas 100.000 personas que manifestaron en Madrid su solidaridad con Palestina y lograron que se cancelara la útima etapa de la Vuelta ciclista. Reprimir, domesticar, desvirtuar el verdadero sentido de la paz. Algunas personas, por cierto, sí fueron reprimidas (aporreadas, identificadas, detenidas) en Madrid y tachadas de “terroristas” por políticos y medios de comunicación cómplices del genocidio.
Pero no basta con denunciar, aunque la protesta sea imprescindible, incluso si llega demasiado tarde. Además, hay que redefinir, reivindicar la paz con justicia. La paz no puede seguir entendiéndose como la simple ausencia de un ataque abierto. La verdadera paz es inseparable de la autodeterminación, del fin del colonialismo y de la reparación histórica. En Palestina, hablar de paz significa exigir el desmantelamiento del apartheid, el fin del bloqueo criminal a Gaza y el reconocimiento del derecho al retorno. Quien se declara defensor de la cultura de paz sin asumir estas demandas denota, en el mejor de los casos, ingenuidad; en el peor, complicidad con la barbarie. De ahí que el desafío sea también para las ciudadanías del mundo, sea también nuestra responsabilidad. Porque construir una cultura de paz implica actuar desde abajo: ejercer presión contra los gobiernos cómplices, desmentir la narrativa mediática que invisibiliza el genocidio y articular solidaridades internacionales que no se reduzcan a gestos simbólicos, que crezcan en su combate. La paz no se regala desde palacios diplomáticos: se conquista con lucha, memoria y resistencia.