El olor a azúcar quemada se cuela por las ventanas abiertas del taller familiar en el barrio de San Antonio, Xochimilco, en la Ciudad de México.
Son las siete en punto de la mañana y ya Abigail Mejía enciende la hornilla. El cobre brilla. El limón chisporrotea. En menos de dos minutos, un chorro de azúcar toma forma en un molde de barro. “Así empezamos todos los días desde septiembre”, dice mientras voltea la pieza con la destreza de quien lleva la receta en la sangre.
Hace una semana terminaron de repartir 135 mil calaveritas de azúcar en La Merced y Central de Abastos. Hoy, el turno a las de chocolate. “Son más delicadas, se dejan para el final”, explica Abigail.
Los moldes son más pequeños, los detalles más finos: Una lágrima de chocolate negro, un bigote de glaseado blanco, una flor