Cuando era un chaval catorceañero y las circunstancias familiares me impelieron a viajar a Madrid durante unos días de mi período vacacional y veraniego -bastante después ampliados en mi primera etapa universitaria-, entregaba la mayor parte del tiempo de mi ocio a dos actividades que, a mi mente de niño recién ingresado en la pubertad y llegado de un pueblo de la meseta castellana, le parecieron realmente deslumbrantes: ver en doblete otras tantas películas proyectadas en sesión continua en jornadas «de diario», que decían en mi pueblo -no digo laborables, por razones obvias- y acudir a la plaza de toros de Las Ventas los domingos y fiestas de guardar. Huelga decir que mi bolsillo estaba más tieso que una regla, por motivos evidentes, pero mi hermana Elicia, a más de regalarme su infin

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