La escena se repite con una mezcla de cinismo y tragedia nacional: Javier Duarte de Ochoa, exgobernador de Veracruz, pide “libertad anticipada” después de haber sido condenado por desviar más de mil seiscientos millones de pesos y haber convertido al estado en un laboratorio de corrupción, miedo y simulación. Lo hace con la serenidad del que no siente culpa, con el gesto estudiado de quien aún cree que el país le debe gratitud por haber “gestionado” el desastre.

Duarte es el retrato de una época donde el poder era espejo y banquete: el cuerpo del político engordaba al ritmo de los contratos, los amigos se convertían en cómplices y la prosperidad era solo el nombre de una estafa institucional. Su sonrisa impasible y su tono paternalista son más que gestos: son la encarnación del narcisismo

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