El presidente de EEUU cumple un año de su victoria ante Kamala Harris con los aranceles pendientes del Supremo, la guerra en Ucrania camino de los cuatro años, un cierre de la Administración que evidencia las costuras de su agenda ultra, un resurgimiento demócrata y el mundo MAGA revuelto
Pocas veces el aniversario de una victoria fue tan gris. Este miércoles Donald Trump cumplía un año de su triunfo sobre Kamala Harris, pero ese día se hablaba más del nuevo fenómeno político de la izquierda estadounidense, Zohran Mamdani, que del presidente de EEUU. Y si de alguna victoria se hablaba, era de los demócratas, que la noche anterior habían recuperado Virginia y habían conservado Nueva Jersey, que se unía a la victoria descontada para el rediseño de los distritos electorales de California.
Trump, alguien que se toma la política de una forma tan personal como para aplicar castigos o premios económicos o políticos en función de cómo se lleve con sus gobiernos, pasó el día de su primer aniversario de esta segunda presidencia fuera de los focos.
Quizá por eso dio un discurso de más de una hora de duración en el American Economic Forum, una cita ultra en Miami a la que también estaban invitados Javier Milei y Corina Machado.
Donald Trump es una persona que habla varias veces al día, la mayoría de las ocasiones para repetir machaconamente mensajes que lleva meses reproduciendo, lo que obliga a los periodistas que lo siguen a esforzarse por encontrar matices y novedades en alguien que es capaz de dar declaraciones tres veces en el mismo día. Trump es una persona abonada al protagonismo, pero el miércoles pasado el protagonismo estaba el alcalde electo de Nueva York, un socialista de 34 años nacido en Uganda y musulmán. Es decir, un antagonista de Trump.
Aranceles pendientes del Supremo
Pero no sólo eso: el día de su aniversario fue la fecha elegida por el Tribunal Supremo de EEUU para realizar la vista de un caso en el que el presidente de EEUU se juega buena parte de su agenda presidencial: la vista sobre la legalidad de los aranceles generalizados anunciados por Trump en abril en virtud de la invocación de una ley de emergencia económica que le concede poderes especiales al jefe del Ejecutivo. Y, según lo que se desprende de las preguntas de algunos de los magistrados conservadores, las señales son de más escepticismo que empatía con el presidente de EEUU.
Es verdad que el Supremo ha ido dando alegrías cautelares al presidente de Donald Trump con algunos de sus decretos, como el de la nacionalidad por nacimiento, y por algunas objeciones de la Casa Blanca, como que los jueces federales de distrito puedan parar una norma en todo el país como había ocurrido hasta ahora.
Pero el fondo del asunto sobre una medida clave para definir la segunda presidencia de Trump, como son los aranceles, genera mucha preocupación en la Casa Blanca. Hasta tal punto es así, que el propio presidente de EEUU no deja que pase un día sin defender los aranceles y la forma de aplicarlos, que a menudo resulta caprichosa –como cuando amenaza a Canadá por un vídeo con la voz de Ronald Reagan–, arbitrarios –como el 50% a Brasil por el juicio por golpismo a Jair Bolsonaro–, aleatorios –como los anunciados contra islas deshabitadas– y, en todo caso, como herramienta de negociación económica y geopolítica.
¿Hasta qué punto puede argumentar ante el Supremo la Administración Trump el mecanismo ejecutivo de emergencia nacional para poner o quitar aranceles si tan pronto anuncia un 100% a China para pocos días después dejarlo en el cajón, por ejemplo?
Es más, Trump defiende que la amenaza de los aranceles le ha servido para imponer treguas y altos del fuego en lugares lejanos, pero también para conseguir más colaboración fronteriza por parte de Canadá y México, por ejemplo, o para comprometer a la UE a comprar energía a EEUU a cambio de una rebaja en los gravámenes.
No hay fecha para la sentencia del Supremo de EEUU, y las preguntas de la vista no tienen por qué anticipar un veredicto. Pero en la Casa Blanca habrían estado más contentos si la vista hubiera ido de otra manera. Y más en el primer aniversario de la segunda victoria electoral de Trump.
Un 'shutdown' récord con colas para comer
Ya van 38 días. Es el cierre de la Administración estadounidense más largo de la historia. Y sin visos de resolverse. Entre otras cosas porque Trump lo quiere aprovechar para avanzar en su agenda y para destruir la de los demócratas.
Trump, quien hizo campaña apelando al bolsillo del estadounidense común víctima de la globalización, las deslocalizaciones y de una macroeconomía que no se notaba ni en la cesta de la compra ni en los costes de vida, se está revelando como alguien cada vez más alejado de esas personas, que llevan sin ayudas para la alimentación desde el 1 de noviembre y que ven cómo sus seguros médicos se están multiplicando por dos y por tres para 2026 porque se niega a negociar la financiación del Obamacare con los demócratas.
Y, mientras eso pasa, monta megafiestas de Halloween a lo Gran Gatsby en Mar-a-Lago o se tira el fin de semana jugando al golf. Fuera, en la calle, las colas de personas en bancos de alimentos se hacen cada vez más largas, y los estragos entre los empleados federales que no cobran sus nóminas cada vez son más agudos.
¿Cómo puede acabar esto? Trump, que es el presidente de un Gobierno que necesita los votos de la oposición para seguir gobernando –el cierre de la Administración se produce cuando al final del año fiscal, el 30 de octubre, el Gobierno no ha conseguido aprobar sus presupuestos, y necesita los votos para una prórroga temporal para después aprobar las cuentas–, insulta cada día a la oposición de cuyos votos depende para ejercer su poder.
Y no sólo eso: emplaza cada día a los republicanos en el Senado a tumbar la mayoría reforzada de dos tercios para aprobar este tipo de normas, y pasar a la mayoría simple. Pero, de momento, ni siquiera tiene los 50 senadores necesarios para eso, porque los senadores saben que puede ser una decisión que se les vuelva en contra cuando gobiernen los demócratas.
Entre tanto, 42 millones de personas no tienen ayuda para alimentos a pesar de los fallos judiciales que los amparan porque Trump prefiere pleitear y apelar en su contra. Y se multiplican las bajas y problemas entre los controladores aéreos, que han llevado a reducir un 10% los vuelos en EEUU, afectando a 40 aeropuertos del país.
El pacifista que ordena asesinatos extrajudiciales
Donald Trump quiere el premio Nobel de la paz. Lo quiere tanto, que los aduladores, como Benjamín Netanyahu o Javier Milei, dicen delante de él que se lo merece más que nadie. O que su amigo el presidente de la FIFA, Infantino, anuncie un premio de la Paz de la FIFA dando a entender que está pensado para el presidente de EEUU.
Trump presume de ocho paces, cuando es bastante discutible que sean paces o que fueran guerras. En todo caso, el relato del Trump demiurgo de la paz en el mundo se contradice con la acumulación de soldados y recursos militares, incluido un portaaviones, en aguas del Caribe con la evidente intención de amedrentar al Gobierno de Nicolás Maduro mientras los medios en EEUU y el Congreso hablan de movimientos para derrocar a Maduro o lanzar un ataque sobre suelo venezolano, después de que el propio Trump reconociera haber autorizado operaciones encubiertas de la CIA en suelo de Venezuela.
Y todo esto mientras se contabilizan 17 ataques contra 18 supuestas embarcaciones cargadas de droga con 70 personas ejecutadas extrajucialmente sin decir quiénes eran ni aportar una sola prueba de ser supuestos “narcoterroristas” equiparables “a Al Qaeda o el ISIS”. Eso sí, cuando alguno sobrevive a los ataques letales, es devuelto a su país, en lugar de ser sometido a ningún proceso legal, y allí, como ha pasado con un Gobierno amigo de la Casa Blanca como es el caso de Ecuador, resulta liberado por falta de pruebas: es decir, o mueres asesinado extrajudicialmente sin ninguna prueba o la justicia te deja en libertad por falta de pruebas.

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