Desde la mañana de aquel día de octubre, diáfano, soleado, cálido, al palpar el aire se presentía que algo inesperado podía pasar. El cielo bajo, empedrado de nubes negras infladas por la oposición durante meses, se disolvía en una ligera fumata blanca. A paso lento, un invisible aluvión de voluntad popular anunciaba en silencio el nombre del elegido. Sin dar ninguna señal de que respondieran a una orden superior, un mandato divino, una consigna secreta, millones de personas salían a pedir la liberación del Presidente secuestrado por el Congreso. Iban a meter las patas del voto en las fuentes del poder.

Dos años antes, el golpe de Estado sobre la Massa madre de la corrupción detonó el hartazgo. La erupción fue volcánica. Las plantas permanentes de los aparatos sindicales ardían en la lava

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