Es evidente el hecho de que la cultura organizacional aplaude el “sí” constante. Decimos que sí a más reuniones, a más compromisos, a más pantallas y menos pausas. Pero, ¿cuántas veces ese “sí” nos aleja de nosotros mismos?

Aprender a decir “no” no es un acto de rebeldía, sino de sabiduría. Es reconocer que la energía es un recurso finito, y que cada vez que la entregamos sin consciencia, nos vaciamos un poco más. El “no” no niega al mundo; afirma nuestras prioridades.

He vivido temporadas en las que mi agenda parecía un campo de batalla. Todo urgía, todo importaba, todo debía hacerse. Hasta que entendí que la productividad sin propósito se convierte en una forma elegante de evasión. Decir “no” a lo que no suma fue, paradójicamente, lo que me devolvió la calma.

Cada vez que pronunciamos

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