La historia de Ariel Montenegro es, quizás, la molécula más representativa del aspiracional de la típica clase media argentina, esa categoría a la que se siguen abrazando miles de hogares, aún con todos los avatares económicos y sociales por los que han atravesado las últimas generaciones.
En ella convergen valores profundos ligados a una movilidad social que se construye con educación, cultura de trabajo, sacrificio y perseverancia. Lo simbólico se corporiza también en el eslabón que lo liga a una industria que moldeó la matriz productiva de la Córdoba moderna en la segunda mitad del siglo pasado: la automotriz.
Hace tres décadas, Ariel hacía lo que, se supone, todo niño debe hacer: ir a la escuela y jugar.
Quizá la primera gran decisión que tuvo que tomar, a punto de cruzar la fronter

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