Casi terminando la mañana, el odio atravesó la puerta por donde entran los carros al sótano. Se instaló de soslayo, resbalándose por las paredes. Los magistrados y el personal de la rama judicial tecleaban sus máquinas como si fueran ametralladoras disparando palabras sobre las hojas de papel, llenándolas de frases negras, tras el humo de los cigarrillos, alentados por el café consumido para vencer el frío bogotano.

Eran horas de oficina rutinaria cuando el primer disparo se oyó en el patio y el miedo comenzó a deambular por los corredores. Fue el momento decidido por los guerrilleros, cual asesinos armados hasta los nervios, ante los indefensos funcionarios encargados de administrar la ley en la alta corporación.

Era el día de la muerte para más de cien personas, en su lugar de trabajo,

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