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Cada año, millones de personas ven cómo su vida cambia en cuestión de minutos. Un vaso sanguíneo que viaja hacia el cerebro se obstruye, las neuronas empiezan a morir y el tiempo corre. Es un ictus, una de las principales causas de discapacidad en adultos. Se calcula que una de cada seis personas lo sufrirá a lo largo de su vida.

El cerebro humano es, con diferencia, el órgano más complejo de nuestro cuerpo. Su arquitectura celular y su organización en redes neuronales permiten funciones tan sofisticadas como el lenguaje, la memoria o la toma de decisiones abstractas. Pero esa misma complejidad tiene un coste: el tejido cerebral posee una capacidad de regeneración muy limitada. A diferencia de la piel o el hígado, las neuronas que mueren rara vez se reemplazan.

Por eso, las lesiones cerebrales están en el origen de muchas patologías asociadas al envejecimiento, y una de las más graves y frecuentes es el ictus isquémico, causado por la interrupción del riego sanguíneo en una zona del cerebro. Aunque los avances en los tratamientos de urgencia han mejorado las tasas de supervivencia, no existe actualmente una terapia capaz de reparar el daño neuronal derivado de un ictus.

Incidencia internacional del ictus y su cobertura sanitaria. Cada gráfico representa una «planta», donde los pétalos muestran la incidencia del ictus por cada 100 000 personas, y las raíces, el ‘estrés’ del sistema sanitario de cada país (medido en el número de personas que depende de cada unidad ictus). Datos obtenidos del World Data Bank (2023), la Stroke Association for Europe (2017) y The Stroke Foundation (2024). Elaborado por: Santiago Ramos.

La rehabilitación ayuda a recuperar parte de la función, pero en numerosos casos los pacientes conviven con limitaciones motoras y cognitivas permanentes. Además, tras un ictus aumenta el riesgo de sufrir depresión, demencia y otras enfermedades neurodegenerativas. Pero esto podría cambiar pronto gracias al desarrollo de las terapias basadas en células madre.

Un nuevo horizonte terapéutico

Durante las últimas décadas, las terapias celulares están abriendo la puerta a una nueva generación de tratamientos en medicina regenerativa. Estas terapias buscan reemplazar o reparar tejidos dañados introduciendo células nuevas capaces de sobrevivir, madurar y terminar llevando a cabo las funciones que se han perdido.

Como ya se ha comentado, esto es especialmente importante en las patologías que afectan al cerebro. A pesar de su alto potencial, su desarrollo es lento porque debe ajustarse a la legislación vigente en cada territorio y depende de grandes inversiones económicas.

Un precedente crucial tuvo lugar a finales de los años 80 en el Hospital Universitario de Lund, en Suecia. El equipo encabezado por Anders Björklund y Olle Lindvall logró trasplantar células madre neurales en el cerebro de pacientes con la enfermedad de Parkinson. Esta dolencia neurodegenerativa se caracteriza por la pérdida progresiva de neuronas dopaminérgicas, fundamentales para el control del movimiento corporal.

Los resultados fueron extraordinarios: al sustituir las neuronas dañadas, muchos pacientes recuperaron la función motora durante más de una década. Estos experimentos supusieron la primera demostración sólida de que el cerebro humano puede ser reparado utilizando células vivas.

Médicos y enfermeros vestidos con batas y mascarilla preparan a un paciente en quirófano.
El equipo de Anders Björklund y Olle Lindvall se dispone a trasplantar células fetales en uno de los pacientes de Parkinson que participaron en el primer estudio. Esta intervención pionera marcó un antes y un después en el uso de terapias celulares aplicadas en neurología. Olle Lindvall.

Desde entonces, la investigación ha avanzado, las técnicas se han refinado y la regulación europea ha establecido marcos estrictos para garantizar la seguridad y la calidad de estos tratamientos, ahora englobados bajo la categoría de medicamentos de terapia avanzada (ATMP por sus siglas en inglés). Actualmente, se están llevando a cabo alrededor del mundo diferentes ensayos clínicos que continúan en la línea de los trabajos de Björklund y Lindvall y que llenan de esperanza a los pacientes de Parkinson y muchas otras enfermedades que afectan a nuestro cerebro.

El reto del ictus

Aunque esta historia inspiró numerosos estudios, el ictus cerebral representa un desafío distinto al de la enfermedad de Parkinson. La lesión isquémica suele ser más extensa y heterogénea: no afecta únicamente a un tipo celular, sino a múltiples poblaciones de neuronas, células gliales y también a los vasos sanguíneos.

Además, tras un trasplante no basta con que las células sobrevivan en el cerebro del paciente. Estas deben integrarse funcionalmente, es decir, enviar sus axones (las prolongaciones que transmiten los impulsos nerviosos) y establecer sinapsis o conexiones adecuadas con las neuronas supervivientes, entrando a formar parte de los circuitos cerebrales.

Es como intentar reconstruir no solo la estructura de un puente, sino también su tráfico: las conexiones deben establecerse de la manera correcta para que la información fluya. Por tanto, además de añadir células nuevas, el desafío del ictus consiste en reconectar el cerebro.

La ingeniería genética como punto de inflexión

Aquí es donde entra en juego la ingeniería genética, una de las tecnologías más transformadoras de la biología moderna. Esta disciplina permite modificar las células para hacerlas más eficaces, más resistentes o más capaces de integrarse en el tejido dañado.

En nuestro caso, hemos incorporado a las células trasplantadas el gen que codifica para la proteína BDNF (del inglés Brain-Derived Neurotrophic Factor), un factor neurotrófico que participa en el desarrollo del cerebro y que favorece el crecimiento de los axones y la formación de sinapsis. Con ello, buscamos facilitar la integración funcional de las nuevas neuronas en el cerebro lesionado, un paso clave para que el trasplante no solo rellene un hueco, sino que restaure la comunicación neuronal.

Imagen de cultivos neuronales derivados de células madre creciendo en un dispositivo microfluídico con dos compartimentos conectados por microcanales (400 μm). La sobreexpresión de BDNF en el compartimento inferior favorece el crecimiento y proyección de axones desde el compartimento opuesto, mostrando el papel de este factor en la integración y conectividad neuronal. Adaptado de IJMS.

Un debate necesario

Sin embargo, esta capacidad de manipulación genética también plantea dilemas éticos, especialmente en torno a los límites de su aplicación y sus posibles efectos a largo plazo. Por ejemplo, los primeros trasplantes en pacientes de Parkinson, anteriormente citados, se realizaron con células procedentes de tejido fetal.

Hoy en día, gracias a los trabajos del investigador japonés Shinya Yamanaka, Premio Nobel de Medicina en 2012, y su descubrimiento de las células madre pluripotentes inducidas humanas (iPS), es posible generar células madre a partir de las adultas del propio paciente. Por ejemplo, es muy frecuente la generación en el laboratorio de estas células iPS a partir de biopsias de la piel.

Así, se evitan gran parte de los conflictos éticos relacionados con el uso de embriones y se disminuye el riesgo de rechazo inmunológico. Por tanto, la pregunta ya no es si podemos modificar células para reparar el cerebro, sino con qué criterios, bajo qué regulación y con qué responsabilidad.

La historia de la medicina está hecha de pequeñas victorias frente a lo imposible. Hace apenas unas décadas, la idea de curar un cerebro dañado parecía un sueño inalcanzable. Hoy, gracias a la combinación de biología, ingeniería genética y medicina regenerativa, ese sueño comienza a tomar forma en los laboratorios. Aún quedan muchos retos por resolver, pero cada nuevo avance nos recuerda algo esencial: el cerebro no solo puede aprender, sino que también se puede reparar.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Daniel Tornero Prieto recibe fondos para financiar su investigación por parte de instituciones públicas como el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades y la Unión Europea. También pertenece a la red europea ALBA que trabaja por la diversidad y la equidad en la investigación cientifica sobre el cerebro.

Santiago Ramos Bartolomé es miembro de la Asociación Universitaria de Biología Sintética de Cataluña.

Alba Ortega Gascó no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.