Hay tragedias que no irrumpen como un rayo, sino que avanzan con la parsimonia inexorable de lo anunciado. Así ocurrió en Armero. El 13 de noviembre de 1985, cuando el nevado del Ruiz liberó su furia acumulada, no fue la sorpresa la que sepultó a un pueblo, sino la indiferencia, la fragmentación institucional y el eco tardío de una ciencia que habló sin ser escuchada.

Los registros oficiales del Gobierno colombiano y de la Cruz Roja coinciden en que más de 23.000 personas murieron en aquella madrugada de lodo y caos. Un lahar, esa mezcla de ceniza, agua y tierra que desciende con la velocidad de un destino cumplido, arrasó la ciudad en cuestión de minutos. Pero la tragedia, como he llegado a pensar, no nace del azar, sino de la concatenación fatal de actos humanos que jamás quisieron mira

See Full Page