La impudicia instalada en todas las capas de nuestra política se ha transformado ya en algo tan peligroso para la salud democrática como es el permanente desprecio cuando no burla a una ciudadanía cuya escala de valores puede pasar -y esto es especialmente inquietante- de no creer a sus dirigentes públicos a directamente desconfiar del propio sistema. La mentira y el «cambio de opinión» según amanezca el día forman parte ya del paisaje político cubierto por la boina de contaminación alimentada permanentemente por un gobierno capaz de negar cualquier evidencia y de reinterpretar la realidad a su antojo y albedrío. Resulta que el jefe de un ejecutivo manifiestamente indigente de apoyos para poder sacar adelante una mínima hoja de ruta de gobierno y paralizado por obra y gracia de un prófugo

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