Por sorprendente que parezca, a mis cincuenta años nunca me he hecho una revisión ginecológica. Ni una citología, ni una mamografía… nada. Una vez quisieron hacerme una ecografía y el circo que se montó fue tremendo: los celadores no sabían transferirme a la camilla/potro de tortura, y cuando lo consiguieron, me resbalaba y las piernas no encajaban en aquel mamotreto… me fui a casa frustrada y desolada.

En teoría, el derecho a la salud es universal. En la práctica, mi pertrechado cuerpo no cabe en una camilla, ni en los protocolos, ni en la imaginación de la mayoría de los médicos.

Se preguntarán por qué no insisto, por qué no busco “una clínica adecuada”. Como si la responsabilidad fuera mía. Vivimos en un país donde los consultorios están diseñados para cuerpos que caminan, se inclinan

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