La Rosalía, que es como se dice en su tierra catalana, se ha convertido en el patrón de la adecuación a los gustos oficiales. A mí me gustó desde el primer momento porque vi una estética diferente que se salía de tanto molde estereotipado: de la propuesta localista y folclórica, del compromiso ideológico de las casas vacías, del esperpento nacional surgido de las movidas, de la progresía vacua de los seguidores de un clarinetista con cara de tonto, de los flautistas de Hamelin que invaden los paraninfos y acaban recorriendo el país con una mochila colgada de los hombros, de los culturetas y de los ideólogos que inspiran a los asesores.

La Rosalía me gustaba porque no se parecía a nada de esto. Era una niña de ojos pequeños con una cara impersonal incapaz de triunfar en las pasarelas del g

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