El supuesto perjudicado no es un simple ciudadano particular. De lo contrario, no se habría llegado a celebrar este juicio y no tendríamos al decano del Colegio de Abogados ejerciendo la acusación popular, con una muy discutible y rara legitimación

Este artículo podía haber tenido por título 'Que pase el condenado', una broma que alguna vez he escuchado a un colega. Enseguida lo he desdeñado, porque en los tiempos que corren hay que andar con cuidado, incluso para hacer uso del humor y la ironía.

No es una broma lo que sucede desde hace algún tiempo en el ámbito judicial. En el caso del proceso al fiscal general se está librando una de las batallas más encarnizadas de la guerra judicial.

Lo más relevante, por grave que fuera en lo personal y por las consecuencias políticas, no es una eventual condena, que no cabría descartar cuando se ha llegado tan lejos.

Habría sido deseable que el juicio se hubiese transmitido el juicio en directo. Son muchas las lecciones que se podrían haber extraído y que deberían ser estudiadas en las facultades de Derecho. Por ejemplo, cuando se estudien el derecho fundamental al justo proceso, consagrado en el artículo 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, y las garantías procesales que le dan contenido, en consonancia con los derechos del artículo 24 de la Constitución, entre ellos el más fundamental de la presunción de inocencia.

De haberse transmitido el juicio en directo, podrían haber visto los ciudadanos muchas cosas que a todos nos interesan o nos deberían interesar, porque si a un fiscal general se le puede someter a un juicio penal como el que se ha desarrollado estos días, qué podría suceder cuando el encausado no disponga de la capacidad y los recursos de los que ha podido disponer el jefe del Ministerio Público. Nada de lo que hemos visto nos puede ser ajeno.

Por ejemplo, podrían haber reflexionado y aprendido lo que significa lesionar el derecho de defensa y cómo puede afectar a su materialidad efectiva el hecho de que se conozcan las negociaciones en busca de un acuerdo de conformidad, habituales desde hace años entre los funcionarios de la Fiscalía y los abogados/as. Estas negociaciones no están reguladas en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, pero se llevan a cabo diariamente en todos los juzgados y tribunales; de forma discreta, pero también muchas veces en los pasillos de entrada a las salas de vistas o, incluso, ya en el interior de la sala, antes de comenzar el juicio. No suelen hacerse a puerta cerrada. Si no llegan a concluir con acuerdo, ni los jueces ni los tribunales las pueden tener en cuenta. La indefensión en un proceso no es un concepto formal y mucho menos retórico. La que puede afectar a un proceso judicial es una indefensión material. Es, en muchas ocasiones, una auto indefensión, es decir, producida o autoinfligida por quien la alega o denuncia, por una mala defensa o incluso por una estrategia procesal equivocada. En el caso que nos ocupa podrían haber sucedido ambas, sin olvidar la gestión mediática o política del caso.

No sabemos qué tipo de “indefensión” es la que ha llevado a ejercer la acusación al decano del Colegio de abogados de Madrid y, sobre todo, a hacerlo en nombre de todos los colegiados. Tampoco sabemos con qué mandato representativo lo hizo, porque el letrado del presunto perjudicado por el delito que se ha enjuiciado no había pedido amparo al Colegio de Abogados.

Habría sido pedagógica para la ciudadanía la transmisión en directo, sin las interferencias ni mediaciones sesgadas por las interpretaciones ideológicas o incluso directamente interesadas de los medios de comunicación.

Habría sido una oportunidad para conocer si una intervención en la fase de investigación o instrucción, como la llevada a cabo por la Guardia Civil en el despacho del fiscal general, que duró varias horas, cumplía con las exigencias de necesidad, idoneidad y proporcionalidad de una medida que podría considerarse lesiva de derechos fundamentales del investigado; lesiva a su dignidad personal, a su calidad de representante de una de las más altas instituciones del Estado y a su derecho a la intimidad personal, entre otros. Si la prueba de cargo que se buscaba era simplemente un mensaje, un correo o una conversación telefónica, podríamos preguntarnos por qué se emplearon tantas horas en el registro y si se pudo ir más allá en la intervención de datos y documentos ajenos al objeto de la diligencia acordada por el juez de instrucción.

Con una transmisión en directo, la ciudadanía hubiera podido apreciar una actuación de la UCO en la que se descartó desde el principio cualquier otra hipótesis alternativa que no fuera la de atribuir al fiscal general la autoría, en un alarde de falta de neutralidad que casa mal con una función pública profesional propia del Estado democrático de Derecho. El tribunal deberá despejar las dudas de esta investigación. Como también deberá resolver las dudas sobre si la investigación de la UCO fue prospectiva o no, como uno de los declarantes afirmó, provocando la hilaridad de los presentes en la sala. Y para ello, averiguar si eran “indicios” lo que llevó a los funcionarios a decantarse desde un principio por la autoría, no probada, del fiscal general, o si se trataba de meras “sospechas, conjeturas o hipótesis subjetivas”.

Parece que el borrado del móvil fue, para el instructor y las acusaciones, un indicio fuerte de culpabilidad, al que se han aferrado. Aun suponiendo que “borrar la prueba del delito” hubiera sido la intención del fiscal, aunque existan otras explicaciones plausibles en su descargo no investigadas (sin descartar la comprensible prevención ante medidas de instrucción invasivas), esgrimir esa acción como la prueba de cargo de la culpabilidad, es tanto como desconocer que el proceso justo se asienta sobre la presunción de inocencia, que es el fundamento del resto de las garantías procesales en el Estado democrático de Derecho. Por eso, el fiscal general tiene, como cualquier ciudadano, derecho a no autoinculparse. Y tiene derecho a proteger su intimidad personal. Además, por la naturaleza de su cargo, tiene la obligación de proteger auténticos secretos que podrían afectar al Estado y a su seguridad; en definitiva a los intereses generales. Son todos bienes jurídicos a preservar. Y son prevalentes al supuesto derecho al “secreto” de un ciudadano, que sería el bien jurídico lesionado por el presunto ilícito penal que se atribuye al fiscal y el fundamento de la antijuridicidad del acto de dar a conocer unos datos que ya estaban o podrían, con facilidad, ser sobradamente conocidos por muchas personas; tantas como las que intervienen en el proceso negociador en el que se estaba fraguando un posible acuerdo de conformidad. Sin olvidar, en este caso, la dimensión pública y las mediaciones políticas y mediáticas, que también estaban gestionando el acuerdo; precisamente por su transcendencia política y mediática.

El supuesto “secreto” revelado como origen del proceso al fiscal, que podría no serlo en su materialidad si hubiera sido antes conocido por otras personas, también podría ser visto desde otra perspectiva: como un inexistente “derecho a ocultar e impedir comunicar y recibir información veraz”, o su equivalente si, una vez conocido el “secreto”, se hubiera intentado, como es evidente que sucedió, desvirtuar la verdad o tergiversarla.

Son muchas las cuestiones que suscita el juicio, como que no se haya despejado la duda sobre si el perjudicado por la supuesta revelación de un “secreto” es un ciudadano particular o un personaje público, lo que no es una cuestión baladí. Es doctrina constitucional la prevalencia del derecho fundamental a comunicar y recibir “información veraz” cuando la información afecta a una persona pública (STC 336/1993).

El supuesto perjudicado no es un simple ciudadano particular. De lo contrario, no se habría llegado a celebrar este juicio y no tendríamos al decano del Colegio de Abogados ejerciendo la acusación popular, con una muy discutible y rara legitimación, salvo que este decano tenga previsto que el Colegio se persone de ahora en adelante en cuantos procesos un letrado alegue una real o fingida indefensión.