Un país que abandona la planificación de largo plazo comienza a erosionar silenciosamente su propio porvenir. Lo que en apariencia parece solo una omisión técnica, pronto se convierte en una cadena de decisiones fragmentadas que empujan al Estado hacia la improvisación permanente. Sin una brújula estratégica, cada gobierno llega convencido de que debe empezar desde cero y cada administración se siente autorizada a desarmar lo avanzado para imponer una agenda distinta, aunque no necesariamente mejor.

La falta de un horizonte compartido quiebra la continuidad de las políticas públicas. Programas que podrían transformar sectores completos se extinguen antes de madurar, no por falta de evidencia, sino por falta de paciencia institucional. Esta discontinuidad genera desconfianza, no solo en lo

See Full Page