El domingo 8 de junio amaneció como un día cualquiera en Paratebueno. El sol empezaba a trepar sobre los techos sin imaginar que a las 8:10 de la mañana el pueblo quedaría convertido en un sitio que apenas se parecía a sí mismo. Nadie tuvo tiempo de pensarlo: la tierra empezó a sacudirse con una fuerza que no había mostrado en generaciones. Un sismo de 6,5 grados, profundo y brusco, abrió las paredes, dobló los techos y dejó al pequeño municipio de Cundinamarca suspendido en una nube de polvo que tardó largos minutos en asentarse sobre lo que quedaba.

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Cuando el ruido se apagó, el silencio fue peor. El aire tenía ese olor a tierra abierta y a ladrillo molido que anuncia la pérdida. Las calle

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