Richard Ashcroft no tiene edad. El chamán de Wigan camina por el escenario del Estadio Nacional con la displicencia de quien sabe que escribió Bittersweet Symphony y el resto de los mortales no. Su voz parece intacta, marinada en jarabe para la tos, alcoholismo y la estética heroin chic (ya veremos de qué va esto).
Cuando abrió con Weeping Willow tenía la misma chaqueta de brillantes del video que subió a redes previo al concierto de Oasis. Pero Ashcroft no fue un telonero de edición limitada; fue el prólogo necesario, la calma antes de la supernova.
Cuando cantó The Drugs Don’t Work, vi a un tipo de cuarenta y largos, con una camiseta del City desteñida, llorando atado a un vaso de cerveza. Ashcroft hizo Sonnet y antes Space and Time y Lucky Man. Se abrazó a sí mismo, cantó con lentes d

La Tercera

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