Mientras escribo esto, mi mejor amiga está sentada frente a mí en mi sala de estar, mirando su teléfono.
Está en trance, sin prestar atención a nada en particular, solo a la pantalla. ¿Está trabajando? ¿Deambulando? ¿Hablando con alguien o alguien le habla? No lo sé.
Mi hijo la llama: "¡Tía! ¡Tía!", y sin levantar la vista, arrulla su nombre.
Durante más de una década, el lenguaje de la adicción ha moldeado nuestra comprensión de nuestra relación con internet. Hablamos de dosis de dopamina y cerebros reconectados. Contamos las horas perdidas en línea como si fueran miligramos de oxicodona. Recomendamos desintoxicaciones digitales y "sobriedad tecnológica", y confesamos habernos descarrilado al volver a descargar Instagram.
Curiosamente, la metáfora de la adicción resulta reconfortante.

El Diario de Chihuahua

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