Ridiculización, humillación, aislamiento, intimidación, insultos, burlas, acoso en redes, chantaje, amenazas, empujones, golpes, silencios deliberados, miradas cómplices, desprecio…
En España, el 6,5 % del alumnado sufre acoso con frecuencia y el 15,8 % lo padece varias veces al mes, un porcentaje que escala al 21 % si hablamos de estudiantes de origen migrante. Cuando el problema se cuenta en cifras, solemos percibirlo como una estadística más. Pero todo cambia si hablamos de las historias de Sandra Peña, Dani Quintana, Kira López, Lucía, Jesús Alejandro, Daniela… Entonces dejan de ser números y se convierten en una herida colectiva, en el reflejo de un fallo, en una decepción como sociedad.
Cada uno de estos nombres representa, desgraciadamente, el desenlace catastrófico de una experiencia de sufrimiento emocional ligada al acoso escolar. Aunque no todas terminan en tragedia, todas dejan una huella profunda. En cada caso aparecen las tres figuras clásicas del acoso –víctima, agresor y observador–, diferentes en su papel, pero unidas por una misma necesidad: aprender a regular lo que sienten.
La capacidad que marca la diferencia
La autorregulación emocional es una capacidad a menudo invisible que puede marcar la diferencia entre el daño y la resiliencia en la víctima, entre la impulsividad y la empatía en el agresor, y entre la pasividad y la implicación en el observador.
Entender las emociones que subyacen a ciertos comportamientos –como la ira, la inseguridad, el miedo o la culpa– no implica justificarlos. Sin embargo, identificarlas nos permite comprender que todos, sin excepción, necesitamos aprender a regular lo que sentimos. Solo desde esa conciencia es posible intervenir de manera preventiva y con un enfoque centrado en el cuidado.
¿Qué es la autorregulación emocional?
La autorregulación emocional es la capacidad de una persona para gestionar, modificar y controlar sus propias emociones con el fin de adaptarse a las demandas del entorno y alcanzar el bienestar personal. Implica identificar, vigilar y modificar el tipo, la intensidad, la duración y la expresión de dichas emociones. Esta habilidad constituye un pilar fundamental para el desarrollo personal, la salud mental y la convivencia social.
Una gestión emocional adecuada se asocia con un mayor bienestar, mejor rendimiento y relaciones más saludables; por el contrario, una deficiente está vinculada con estrés, ansiedad y problemas de salud mental.
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Diversos estudios indican que los estudiantes que mejor gestionan sus emociones son menos propensos a tener conductas de acoso o a convertirse en víctimas recurrentes. Sin embargo, aquellos que presentan una baja autorregulación emocional tienen mayor riesgo de ser tanto víctimas como agresores.
Los compañeros que presencian una situación de acoso y presentan una buena autorregulación emocional –es decir, que emplean estrategias adaptativas para manejar sus propias emociones– tienden a intervenir de forma prosocial y a reducir la incidencia del acoso.
¿Cómo podemos fortalecer y desarrollarla?
La autorregulación emocional es una habilidad transversal que puede y debe ser entrenada y desarrollada a lo largo de la vida. Su fortalecimiento no depende únicamente del esfuerzo individual, sino del compromiso conjunto de la escuela, la familia y la sociedad.
La escuela debe convertirse en un espacio donde los estudiantes aprendan a reconocer, comprender y gestionar sus emociones en un entorno de apoyo y confianza. Para lograrlo, la evidencia sugiere fomentar la educación emocional explícita desde edades tempranas, integrando estrategias de regulación en las rutinas escolares y promoviendo espacios de práctica segura, con diarios emocionales o tutorías socioemocionales. Estos procesos se deben acompañar con apoyo social y relaciones de confianza.
En relación con las estrategias de gestión emocional adaptativas, estas se deben centrar en la identificación de las emociones propias y ajenas, su modificación (ajustar su intensidad o duración) y su expresión adecuada en contextos sociales.
¿Cómo se logra este ajuste? Entre las estrategias más efectivas destacan el despliegue atencional (distraerse o concentrarse deliberadamente), la reestructuración cognitiva (reinterpretar una situación buscando significados más constructivos) y la aceptación emocional.
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También resultan muy útiles prácticas como la respiración consciente, el escaneo corporal —una técnica de atención plena que invita al alumnado a recorrer mentalmente las sensaciones físicas para detectar tensiones o señales internas— y la autoobservación sin juicio —una forma de monitorización emocional que enseña a reconocer pensamientos y estados internos sin valorarlos como “buenos” o “malos"—. Estas estrategias ayudan a los estudiantes a identificar y regular sus estados internos, especialmente cuando se combinan con un entrenamiento temprano en afrontamiento positivo.
Apoyo familiar y autonomía
La familia y la sociedad también desempeñan un papel clave en el desarrollo emocional. La calidez parental, el apoyo afectivo y las relaciones de confianza ofrecen un marco donde niños y adolescentes aprenden a manejar lo que sienten. Los hogares que validan las emociones y modelan el autocontrol fomentan un mayor equilibrio y reducen la probabilidad de conductas agresivas o de victimización.
A su vez, la sociedad influye a través de sus mensajes culturales, el clima social y las redes de apoyo, que pueden actuar como factores protectores o de riesgo. Los entornos que promueven la empatía y la cooperación fortalecen la resiliencia y la capacidad de regular emociones.
Cambiar la manera de afrontar el acoso
Si bien regular las emociones no evita las situaciones de acoso, sí puede cambiar la forma en que los jóvenes las experimentan y afrontan, así como su capacidad para prevenirlas o resolverlas. Es necesario apelar a la corresponsabilidad de la escuela, la familia, la comunidad y demás estructuras políticas y sociales para la prevención, contención, control y resolución de estos casos.
Enseñar a regular las emociones no es un lujo pedagógico, es una forma de cuidado de los jóvenes. Cuando niños y niñas aprenden a reconocer su miedo o su tristeza, saben gestionarla, buscan ayuda y la reciben, dejan de estar solos frente a ese dolor. Y esa diferencia puede salvar más de una vida.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
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La Dra. Rocío González Suárez cuenta con financiación para su formación posdoctoral a través del Sistema Universitario Gallego, mediante una beca concedida por el Departamento de Economía, Industria e Innovación de la Xunta de Galicia (España), así como del programa posdoctoral Fulbright (Ref.: ED481B-2023-134).


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